Mucha gente en Barcelona, como en tantos otros sitios, se levanta a las siete de la mañana. En el otoñal noviembre, a esas horas aún es de noche. Poco después empieza ya a amanecer. Terminado un apresurado y mínimo «breakfast» se sale hacia los respectivos trabajos. Unos lo empiezan a las ocho, otros a las nueve… Les quedan cinco horas hasta la llamada pausa del mediodía. Parece mucho tiempo, pero si se trabaja con intensidad, interés y vocación, pasa aprisa y, a veces, muy deprisa.

Ya estamos cerca del alborear de 1988, y cinco solos años nos separan de ese cuasi mítico-mágico 92, que será constatación del hemimilenario de que Colón descorchó el misterio de una ruta hacia el Occidente. Se comprobó que el mar no caía en ignotos abismos, sino que iba a acariciar suavemente otras playas, otras islas; a envolver con su salobre el desnudo de otros seres humanos, que también hablaban, también buscaban lo divino y conocían muy exactamente el rumbo del Sol, la Luna y los planetas, así como el lugar preciso de muchas estrellas.

La Europa sabihonda se percató con estremecimiento que su medieval cultura se quedaba repentinamente vieja. Que el «Renacimiento» que había iniciado, tendría que ser aún mucho más un nuevo nacimiento, con impensadas y sorpresivas dimensiones si quería este Continente seguir pregonando el ser conciencia nítida de lo real y llegar siempre intrépida y afanosamente a las fronteras huidizas del misterio.

Aquellos desconocidos habitantes de la Tierra veían en los recién llegados si no a unos extraterrestres, sí a unos «extramares» no exentos de un toque divino de algún dios, a buen seguro más poderoso que los suyos, ya que desbarataba la ayuda que éstos les daban. De ahí aquella poética y extravagante frase: «cuando los dioses nacían en Extremadura».

Pero no solamente los dioses. En el segundo viaje de Colón hay narración exacta de la cantidad de gorrinos, pollos, caballos, terneras, conejos y muchas plantas y semillas que embarcaron en la Gomera y se llevaron a las nuevas tierras descubiertas. En el primer contacto, constataron que aquellos indígenas cultivaban huertos, pero no tenían muchos sembrados ni apenas animales domésticos.

Ahora, a las alturas de los 500 años de aquel magno, trastornante y transformante acontecimiento, serenados los ánimos, podemos contemplar más desapasionadamente lo sucedido:

1.- Si España no hubiese «descubierto» ese continente en aquel momento, dados los avances de la navegación en Europa en el siglo XVI –las carabelas, la brújula, la cartografía– una u otra nación –Portugal, Inglaterra… – hubieran llegado también a las que se llamaron las Indias Occidentales, y habrían ocurrido cosas parecidas o peores que con los españoles (conquistas, batallas, colonización). El ejemplo de lo que hicieron los sajones en Norteamérica no es, precisamente, más animador.

2.- Los que hoy existimos no tenemos ninguna culpa –ni ninguna gloria– de lo que hicieron los españoles de entonces, sencillamente porque entonces nosotros no existíamos. Tampoco los que viven hoy allá, de una u otra raza, tienen ninguna culpa ni gloria, por la misma razón. Es vano, pues, que nadie sienta remordimientos por los posibles males acaecidos.
3.- Es igualmente vano que los contemporáneos de uno y otro lado del Atlántico nos tengamos resentimientos por los sucesos anteriores.

4.- Sintiéndonos, por tanto, hombres libres –y libres especialmente del peso agobiante de la Historia de la que no fuimos protagonistas y que, sin embargo, quiere esclavizarnos–, podemos sin remordimientos ni resentimientos ser amigos y trabajar codo a codo, para lograr, con entusiasmo y alegría de existir, unos países más agradables, más justos, prósperos y gozosos en lo posible, tanto para nosotros mismos como para nuestros hijos.

5.- Además, para todos los que existimos hoy en concreto, que la Historia haya sido exactamente como fue ha constituido un bien, acaso no ético, pero si existencial, ya que con ello se ha dado la única posibilidad de que nosotros hayamos sido engendrados. Si la Historia hubiera sido distinta, los enamoramientos entre las personas, los encuentros amorosos a lo largo de los tiempos, habrían sido distintos y hoy habrían, en América y en España, otros americanos y otros españoles, pero ninguno de los que existimos hoy.

La Historia, por supuesto, hay que conocerla para saber de dónde procedemos, y aunque ello nos condicione, no nos debe atenazar. Desde que nacemos, somos, en efecto, hombres nuevos y, por tanto libres.

La Historia es, sin duda, maestra de la vida para ayudarnos a que no repitamos nosotros los hechos nefastos que ocurrieron y que tanto criticamos. Sepamos heredar lo bueno y enriquecer esta herencia con nuestra actuación presente, ojalá más óptima.

Saludamos hoy desde aquí a América, a sus finas y resplandecientes culturas indígenas que tan altas cotas alcanzaron en arquitectura, poesía, costumbres sociales e incluso en el esfuerzo por acercarse a la divinidad. Poseían una medicina empírica superior en muchos aspectos a la nuestra de aquel tiempo.

Desde Occidente, tribus asiáticas, hace más de 30 mil años descubrieron –¡y con cuántas heroicidades a buen seguro!– aquel inmenso continente despoblado y se asentaron en él domesticándolo de Norte a Sur. Hace 500 años otro brazo de la humanidad llego desde Oriente, desde Europa, y pudieron al fin, entrelazar sus manos llegando a demostrar así que la Tierra era redonda y era, además, como una nave surcando los espacios.

Todos los que en Barcelona nos levantamos a las siete, a veces somnolientos y siempre presurosos, tendemos hoy también nuestra mano a los hombres de América, para darnos los buenos días con amistosa solidaridad y regalar al mundo todo, más paz, más alegría de vivir. (…) Con gozo, digamos en estas vísperas del nuevo siglo: ¡Buen milenio, América!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista Re en castellano, Nª33
Diario de Sabadell, diciembre de 1987.
La Montaña de San José, noviembre de 1988. Listín Diario de Santo Domingo, marzo de 1992.

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