Cristo, Nuevo Adán, Padre de todos los redimidos, Cabeza de todo el Cuerpo Místico, es el Esposo de la Iglesia.

De esta Iglesia que nace de su Costado, cuando está adormecido por la muerte en la Cruz.

Y la Iglesia, por ser Esposa de Cristo, es Madre nuestra, de todos los fieles.

Este místico desposorio es causa, fuente y origen del Sacramento del Matrimonio; de que todo desposorio entre cristianos esté, precisamente, elevado al Orden sobrenatural. Es paradigma y ejemplo para toda familia cristiana.

Y, naturalmente, el Matrimonio que mejor siguió en todo, este ejemplo fue el de José y María; el más grande, el más «cristiano» de todos los siglos.

No me objeten que ese maridaje no puede ser fruto del de Cristo y de la Iglesia, porque es anterior en el tiempo. También la Eucaristía que Jesús celebró el Jueves Santo fue anterior al Calvario y, sin embargo, fue fruto –«renovación»– de ese único y eterno Sacrificio. Y por realizarlo Cristo mismo en el altar de la Mesa Pascual, es la más excelente Misa dicha.

Así, pues, el virginal Matrimonio de José y María, que está dentro del orden hipostático, realizado por el Espíritu de Dios y para Cristo, es el más excelente y fruto primero del desposorio de Cristo y de la Iglesia.

Es, por tanto, san José la imagen viviente más perfecta de Cristo-Esposo, de Cristo-Padre. Y María la más alta y pura de la Iglesia-Esposa, de la Iglesia Madre. Por ello el Santo es Patriarca de la Iglesia; el que lo fue de Cristo, lo es de todo el Cuerpo Místico. Y por ello igualmente María es la Madre de la Iglesia; Ella que dio a luz a la Luz, es madre de todos los místicos miembros de su Hijo divino.

A san José, para tan alto oficio, por ser Cabeza de María, de esa Sagrada Familia y de toda la gran familia de redimidos, desde esta patriarcalidad en que Dios Padre le puso, le «conviene» ser Inmaculado. Dios podía hacerlo y sin duda lo hizo. Él «justo» le llama la Sagrada Escritura con la misma inspiración que denomina a la Virgen –de una manera pasiva y por ello femenina– la «llena de Gracia» San José es el justo por antonomasia. Justicia y plenitud que ambos tienen por estar tan entrañablemente unidos al Misterio de Jesús.

Y por ser Cabeza nuestro Patriarca, está resucitado y asumido en los Cielos. El Nuevo Testamento nos cuenta que cuando resucitó Jesús, muchos Santos salieron de sus tumbas, se aparecieron a sus viudas y deudos y fueron el cortejo que acompañó a Jesús en su entrada en el Cielo.

¿Cómo no iba a resucitar el que era cabeza de esos santos resucitados, precisamente su Patriarca?

¿Cómo van a estar en el Paraíso Cristo y María sin san José cuando en la tierra estuvieron siempre juntos y sometidos él?

¿Cómo va a estar Cristo sentado a la derecha del Padre sin tener junto a Sí al que en su vida humana fue el representante y la más pura y abnegada imagen de su Padre en los cielos?

¡Oh Santísimo Padre virginal de Jesús! ¡Con qué delicada deferencia en tu paso por la tierra quisiste huir para salvar el honor de María! ¡Con qué redoblada deferencia has querido, en la Historia de la Iglesia, quedar en un segundo plano, hasta que estuviera bien clara –dogmática– la virginal maternidad de su Esposa! Eso decía ya san Gregorio Nazianceno, allá en el siglo IV.

Pero hora es llegada de que se hable de su capitalidad, de sus prerrogativas y privilegios que, lejos de ensombrecer los de María, son su gloria y su contemplación.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en: Apostolado sacerdotal, Nº 231-232, en 1996.

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