La familia es un «cuerpo social intermedio» entre el individuo y la sociedad en general. Nada puede suplirla totalmente.

Han de estar bien establecidas las relaciones afectivas entre padres e hijos ya desde el nacimiento de éstos. Deben crecer en intensidad y profundidad. Precisamente gracias a eso, será posible también que las relaciones entre hermanos sean sinceras y cordiales. De este modo los niños podrán abrirse armónica y progresivamente a otros cuerpos sociales más amplios: parientes, vecinos, escuelas, trabajo, amistades, asociaciones de todo tipo y así a la sociedad entera.

Para dar una sólida base de claro humanismo que sustente bien todas las actividades de la familia creemos es necesario un Realismo Existencial, es decir, que sabiéndonos seres contingentes se acepta con pleno gozo nuestro ser concreto de seres humanos con todas las limitaciones propias de ello, incluso el morir, pues es nuestra única posibilidad de existir en este universo.

Hay que tener en cuenta las recientes aportaciones de todas las ciencias especialmente las antropológicas. Ofrecen hoy un mejor conocimiento de la «condición del hombre» y de sus problemas. Por ello se mira con esperanza este final de siglo en el que se está gestando el XXI.

Se trata de proyectar luz desde todos los ángulos: el político, el económico, el del desarrollo tecnológico, el de la filosofía, etc.

En la crisis actual de estructuras humanas, ningún tipo de familia (patriarcal, nuclear, familia más o menos numerosas, etc.) puede adjudicarse el ser el modelo único correcto. Un cierto pluralismo dentro de unos límites, servirá para conjugar adecuadamente la tradición con las nuevas circunstancias que, de hecho, son prácticamente ineludibles para la gente. En el pasado se tenían a veces muchos hijos para tener brazos baratos para los trabajos del campo. Lo que antes era una ayuda, ahora, en cambio, es a veces una carga imposible de sostener.

Han pesado mucho en la psicología de la gente las narraciones genesíacas, especialmente judáica, de que las primitivas parejas sentían como un deber el crecer y multiplicarse, dada la ancha bastedad de la tierra y la necesidad de ser muchos para domeñarla. Hoy la situación es radicalmente distinta. La tierra está pobladísima, creándose ya grandes problemas ecológicos y tensiones entre los mismos seres humanos por esta superpoblación.

En el presente los problemas son otros. Más que asegurar la pervivencia del género humano, es lograr que los que ya existen puedan alcanzar una plenitud y una libertad digna del ser humano. Incluso en la tradición neotestamentaria, nunca Jesús habló de ese «creced y multiplicaos» sino de que convocara a los existentes –ya muy numerosos– a ser conciudadanos del reino de los cielos.

Todas las ciencias hoy abogan también en este sentido. Preocuparse de que los existentes alcancen un nivel digno más que de que haya más existentes que quedarán fácilmente condenados a ínfimas condiciones, mortalidad infantil y guerras por tensiones inevitables.
La familia, aún antes que en las sólidas relaciones afectivas de padres e hijos, parece debe sustentarse en una viva relación interpersonal de los miembros de la pareja, llena de afecto y comprensión mutua. Ese previo amor de la pareja, es de desear que siga creciendo sin interrupción para florecer del todo, cada vez más luminoso y gratificante, cuando ya los hijos, por ser mayores, han emprendido su personal singladura. Los padres han de procurar ser siempre, incluso en esa fase última, claro ejemplo para sus hijos.

De este modo, también los padres podrán alcanzar, una vez educados los hijos una plena madurez que les permitirá llenar sus vidas con los propios objetivos y quehaceres mientras sus fuerzas lo permitan, sin la necesidad de apoyarse en sus hijos ni depender de ellos para la propia afirmación de sus existencias.

Las buenas relaciones afectivas entre todos los componentes de la familia es lo que permitirá superar con éxito las lógicas discrepancias que pueden darse en todas las materias opinables o en las tendencias generacionales.

Incluso, así se podrán superar mejor las crisis de la pubertad de los hijos, los cuales, más que ser sólo provocadas por las ineludibles fases del desarrollo de los jóvenes, son en gran parte un fenómeno cultural, ya que con esta agudeza solamente se dan en nuestra cultura occidental.

Se debería procurar que los hijos contemplen más los momentos de buena armonía y afecto de los padres que no los momentos de enfado o discrepancias, ya que estos últimos repercuten en una pérdida de seguridad de los hijos en el ambiente que los sustenta en medio del ancho mundo.

Si para ser totalmente realistas no es bueno quizás escamotearles del todo los momentos difíciles, hay que mostrarles también, para ser igualmente realistas, la vida gozosa y de afecto y así dar un sentido pletórico a la existencia.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Sabadell, diciembre de 1985.
La Montaña de San José, abril de 1986.

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