Nos dice el Evangelio que esos discípulos de Emaús iban hacia la casa que uno de ellos tenía fuera de la ciudad, a una distancia de unas dos leguas, es decir, a unos diez kilómetros. Probablemente habremos hecho muchas excursiones por el campo, y sabemos que andando normalmente, ni demasiado deprisa ni demasiado lentos, caminamos unos cinco kilómetros por hora, o sea, que ellos andarían dos horas desde Jerusalén a su destino. Seguramente habían caminado ya un buen trecho cuando Jesús, como nos señala el Evangelio, se hace el encontradizo con ellos aunque no le reconocieron. ¿Quizá caminó junto a ellos una hora, una hora y cuarto, una hora y media? En las facultades de las universidades, en nuestras facultades de Teología, las clases duran una hora y algunas, después de una pequeña pausa, se prolongan en un coloquio, total, que duran una hora y media. ¡Cuánto se preparan los profesores de ciencias bíblicas, de exégesis para explicar lo mejor posible a sus alumnos el Viejo Testamento! Pero ¡cuánto hubiéramos deseado poder asistir a esa clase de Biblia que el mismo Jesús da a esos dos discípulos de Emaús! ¡Cómo repasaría Él de una manera maravillosa todos aquellos textos que, como nos señala el Evangelio, hablaban precisamente de Él, profetizaban todo lo que tendría que pasar! 

Recordemos aquellas páginas de Isaías que llaman el quinto evangelio, en donde, con tanta precisión, señala la pasión de Jesús. Con ello, la veracidad de Isaías queda completamente demostrada. Jesús explica esos textos (ya conocidos) para que  entiendan lo que Él tenía que pasar para que se cumplieran las Escrituras. No era por un atarse a lo dicho sino porque esto señalaba de antemano aquello que realmente Él tenía que pasar. 

Yo desearía en este momento señalar un punto nada más y es que realmente nos sorprende, al leer estos pasajes de la Resurrección de Cristo, cómo las personas no acaban de entender  los mensajes que reciben. 

Las santas mujeres, presurosas en el alba de aquel domingo de Resurrección compran aromas y van hacia la tumba a terminar de embalsamar bien a Jesús, según las prescripciones de sus ritos, cosa que no pudieron hacer el Viernes Santo por la caída de la tarde en la Víspera de Pascua.  Llegan y ven allí unos ángeles que les dicen: ¿Qué buscáis aquí en ese sepulcro? No está aquí, está vivo, ha resucitado. 

Ellas escuchan este mensaje y ven la tumba vacía pero quedan perplejas, no entienden, no acaban de creer. Es necesario que Jesús se aparezca en persona a Magdalena, a las otras mujeres, y les diga: Aquí estoy, id a los apóstoles y decidles que me habéis visto, yo me reuniré con ellos en Galilea. Entonces, las mujeres, después de haber visto a Jesús, sí que creen y van presurosas corriendo, quizá temblorosas y con el corazón apretado de sorpresa y de gozo a la vez. Llegan donde los apóstoles, los cuales estaban allí reunidos sin fe, sin esperanza, con miedo, y les dan esta buena nueva.  A ellas que han sido nombradas por Jesús mensajeras, apóstoles de los apóstoles, apóstoles de la más grande nueva (su Resurrección), los apóstoles no las creen. Eran cosas de mujeres, visiones, histerias. Hasta que Jesús no se aparece a ellos también (a Pedro y a todos los reunidos en el cenáculo) no creen, a pesar del testimonio de las santas mujeres. 

Más aun, en aquel momento Tomás no está con los apóstoles. Cuando estos, todos unánimes, se lo atestiguan -hemos visto a Cristo-, no lo cree. Tienen que pasar unos días, volverse a aparecer Cristo estando Tomás y que le diga: Ven Tomás, pon tu mano. Entonces sí que creerá, cuando ve a Jesús: ¡Señor mío y Dios mío!

Estos discípulos de Emaús del Evangelio de hoy, con el mismo Cristo acompañándoles y dándoles esa clase maravillosa de Sagrada Escritura durante la cual ellos sentían que el corazón les ardía,  hasta que no lo ven, hasta que no se les abren los ojos en la fracción del pan  y le reconocen, no acaban de creer.

¿Qué tiene de particular, pues, que nosotros, sacerdotes, ministros de Cristo, vosotros laicos cuando en vuestros apostolados decís a la gente: Cristo ha resucitado, Cristo está vivo, Cristo está con nosotros hasta el final de los tiempos, está presente en la Eucaristía…, aunque nos oigan (quizá sientan algo en su corazón), no acaben de creer? Por qué nos va a sorprender si eso les pasaba a las mujeres después de haber oído a los ángeles, a los apóstoles después de haberles oído a ellas, a Tomás después de haber escuchado a los apóstoles y a los mismos de Emaús después de haber escuchado al propio Cristo. ¿Qué tiene de particular que la gente no nos crea?

Sin embargo, nosotros hemos de seguir predicando, oportuna e inoportunamente, como dice San Pablo, y tener esperanza contra toda esperanza. Sabemos que no basta nuestra predicación. Puede llegar un momento en que Cristo mismo se les haga presente en el fondo del corazón, como un rayo de luz, con una inmediatez sin palabras, con una presencia inefable. Entonces, solo entonces, creerán. Recordarán nuestras palabras y creerán.

Más aún, después de que los apóstoles estuvieron todos aquellos días con Jesús y este estuvo comiendo, bebiendo, visitándoles, apareciéndose (no sólo a ellos sino a muchos otros, a quinientos) y, finalmente, le vieron ascender a la derecha del Padre, todavía están reunidos, contentos, pero encerrados en casa unidos en oración. Es cierto que se atreven a invocar al Espíritu para elegir al que tenía que suplir a Judas, a Matías. Pero hasta que no llega el Espíritu Santo no se atreven a salir y, entonces , en medio de la plaza , Pedro y todos los demás tienen el coraje, el atrevimiento y la valentía de predicar a Cristo por todas partes de este mundo. 

Nosotros hemos de pedir que gracias a Cristo, a su Revelación (o sea, por Cristo) veamos al Padre. También que, por esta presencia de Cristo (estar con Cristo), tengamos la fe encendida y viva. Hemos de pedir que con la venida del Espíritu Santo, haciéndonos verdaderos unos con Cristo y en Cristo, tengamos la valentía también de predicarlo por todos los confines de la Tierra. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía de la década de los 80.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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