Mc 16, 9 – 15 

En este relato del Evangelio de la Resurrección, escrito por san Marcos, hay muchos matices que son interesantes. Dice:  “Jesús resucitado al amanecer del primer día de la semana”,  justo para que se pudiera decir que resucitaba al tercer día. El viernes había muerto, el sábado, el domingo: el amanecer del domingo, es el primer día de la semana, pues. Esta palabra “al amanecer” indica como si tuviera prisa de hacerlo, estuviera ansioso de que esto tuviera lugar para empezar toda esa época pascual que perdura a lo largo de toda la Iglesia. ¡Al amanecer! 

Ciertamente cuando nosotros por la mañana, después de un sueño profundo nos despertamos, es como volver a empezar a vivir: un recuperar esta vida que terminamos el día anterior pero que había quedado como olvidada, profundamente dormida. Es un renacer y queda mucho trabajo por delante para ajardinar el mundo para el bien de todos. Hemos de tener también ansias de levantarnos al amanecer, con prisa, con gusto de aprovechar todas las horas de luz para trabajar por el Reino de Dios, ¡al amanecer! 

¡Qué desgana, qué decaimiento, qué manifestación de espíritu aburrido es el no saber- para bien de los otros ni para bien de uno-, no tener prisa en el amanecer, en levantarse para aprovechar el día! Ojalá Jesús resucitado al amanecer nos de estas ganas, esta fuerza también de volver a empezar a vivir cada día, como mejor manera de un día resucitar con Él. El primer día de la semana también; no espera al segundo, al tercero o al cuarto, no, el primer día de la semana.

Se aparece primero a María Magdalena. Todos los que estáis aquí, o casi todos, conocéis el libro mío de las 22 Historias: la historia número 1, la 2, la 3, pero hay una que es la cero, donde explico yo también mi sorpresa de existir. Es cero porque no entra en las historias donde yo pregunto, ésta me la sé. Aquí también, cuando dice que se aparece primero a Magdalena y luego a los de Emaús y luego a los once, etc. Pero quí falta la cero: la que no hace falta decir porque ya nos la sabemos también. ¡Cómo no iba a aparecer a María!, ¡lo primero! ¡Pero es tan obvio! Son muchos los Santos Padres que en sus comentarios dicen esto: que la primera sería María, la más digna de recibir esta buena noticia. Ella, en su fe, en su esperanza, en su claraesperanza, era la única que mantuvo en ese sábado santo una luz encendida de fe y de esperanza. Aunque no la cuente nadie, esa historia cero de la aparición de Jesús a María la podemos imaginar, la podemos vivir. 

Luego a Magdalena. Las dos estaban al pie de la cruz: María Inmaculada por la inocencia; Magdalena, inmaculada por la penitencia. Se aparece a ella, de la que había echado siete demonios. “Ella – una mujer -, fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban tristes llorando”. 

Aquí hay varias cosas hermosas. Primero, Jesús nombra, hace la misión de apóstoles de su Resurrección a las mujeres, a Magdalena y a las otras mujeres: Id y contad a los discípulos. ¡Qué gran papel el de la mujer! Si los hombres eran apóstoles de aquel Reino de Dios que Él instauraba aquí en medio de este mundo en su primera fase, las mujeres no son menos: son apóstoles nada menos que de esa plenísima, rotunda y definitiva buena nueva de la Resurrección de Cristo. ¡Qué honradas tenéis que sentiros las mujeres por haber sido escogidas para tan alto misterio del apostolado de la Resurrección! Pero como era mujer – en aquellos tiempos nadie prestaba oídos a lo que podía afirmar, nunca podía ser testigo en los tribunales; la palabra de la mujer no era para tener en cuenta, no tenía ninguna dignidad de fe-  tampoco creen en este momento a Magdalena. 

Aquí hay otro matiz: “Ella – obedeciendo – fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban tristes y llorando” ¡Qué hermoso es este matiz donde el evangelista llama a los apóstoles los compañeros de Magdalena!, Ahí las apóstolas tienen un rango tan alto con los apóstoles. No les llama sus maestros o sus pastores. Son sus compañeros; ¡han quedado aquí elevadas a un mismo nivel!. ¡Qué hermoso es saber que ellos estaban tristes realmente en esos momentos! No sólo tristes, ¡llorando! Un Pedro, aquel Simón – aquellos apóstoles de pelo en pecho, pescadores rudos-  estaban llorando por todo lo que había pasado. ¿Seguiría llorando Pedro al recordar que le había negado tres veces, como le había predicho su Maestro? ¡Qué hermoso es verles llorar! 

 “Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron”. Era imposible que creyeran a una mujer – histéricas, dirían -. “Después se apareció en figura de otro a dos de ellos”.  Lo sabemos por otro Evangelio; los discípulos de Emaús. “Por último apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa”. También eso es muy humano, ver cómo la tristeza y el llorar – si eran sinceros- no anulaba realmente el instinto de supervivencia y el apetito de comer a pesar de la situación en que se encontraban las buenas mujeres que habría con ellos allá ( que eran del grupo de las piadosas mujeres que seguían a Cristo).  En medio de la tristeza, ellos se sentaron a la mesa a comer y se comieron el pescado porque, cuando llegó Jesús, quedaba nada más que un resto. ¡Qué humano es también ver esta escena, verles así, comiendo! 

Se aparece y Jesús les echa en cara su incredulidad. Recordamos otro Evangelio donde Tomás – que no está en ese momento- cuando se lo cuentan, dice que no, que si él no le ve, no mete sus dedos en sus llagas, él no cree. No cree a los demás apóstoles. Parece mentira, Tomás, ¡qué incrédulo Tomasote! Ellos hacen igual: tampoco han creído a Magdalena ni a las otras mujeres. Cuando en una segunda oleada de noticias les llega, no lo creen; también ellos son como Tomás: todos incrédulos. Si no lo ven y lo palpan, no lo creen. 

¿Y nosotros? Ojalá que no seamos como Tomás, como los apóstoles, sino como testimonio de todos ellos y con la íntima vivencia de Cristo en medio de nosotros a lo largo de la historia – con tantas señales y milagros, signos y santidades heroicas que lo certifican-. Ojalá nosotros sí lo creamos firmemente porque nos lo dicen los apóstoles, nos lo dicen tantos, y nos lo dice nuestro propio corazón como el de aquellos discípulos de Emaús que al oírle explicándoles las Escrituras se les iba abriendo el entendimiento. Como los apóstoles allí en el lago de Genesaret que veíamos ayer, que al oír aquella voz y al ver aquella pesca maravillosa dicen: “Es el Señor”. Tenemos tantas experiencias de pescas milagrosas y de providencias que cómo no vamos a decir: ¡es el Señor, es el Señor! 

Recordáis aquello también: camino de Emaús, dudaban, no veían a Cristo; Cristo se les escondía porque dudaban. Parece que cuando la gente duda es cuando habría que mostrárselo claro. Pues no, en la vida sobrenatural cuando la gente no ve, duda. Cuando tiene fe, se le descorren los velos y entonces ve claro. 

Pues que tengamos fe, que lo veamos claro, así podemos ir por el mundo entero a predicar la buena nueva de Jesús muerto y resucitado. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del 5 de abril de 1986. Capilla de la Universidad de Barcelona 
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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