Sobre la humildad de la virgen maria.

Gem 3, 9 – 15- 20, Le 1, 26 – 38

Estamos celebrando la Inmaculada ( como nos ha recordado este verso tan hermoso que nos han leído) reunidos en recuerdo de María Corral, que era su santo. Hemos leído las lecturas que la liturgia permite que se lean hoy a pesar que estamos en Adviento. También permite que se cante y se rece el Gloria. Estas lecturas son: una es del Génesis – el pecado original –  y otra del Evangelio, donde  está la Inmaculada que vence y abre esta aurora en la vida de la humanidad otra vez al vencer ese pecado original. 

En el Génesis – que hemos oído en una muy buena reciente traducción moderna al catalán- dice que Adán estaba en el paraíso con Eva, y Dios le llama: 

-¿Dónde estás, Adán? 

-Aquí estoy

– ¿Por qué estás escondido? 

-Porque estoy desnudo

La traducción catalana traduce muy bien: tenía – o tengo – miedo. En otras traducciones que se leían antes se decía: -Tengo vergüenza de aparecer delante de un gran señor, o de Dios mismo, desnudo. Esto podía darle un cierto nerviosismo, un tener vergüenza. Eso hubiera sido tener un espíritu un poco delicado, ciertamente, porque no estoy presentable delante de la visita de Dios. Unas personas que están en su casa y están en el cuarto de baño, tocan el timbre y no pueden abrir; no es decente recibir una visita así. Pero eso quiere decir precisamente que se hace honor a esta visita. No, no, la traducción catalana está muy bien hecha y muy justa al original: tengo miedo. Es decir, como estoy desnudo y me he hecho enemigo tuyo porque he pecado – y el pecado original es el más grave de todos-, me he hecho enemigo de Dios. Si viene Dios es que va a hacerme daño, va a luchar conmigo. Estoy desnudo, no estoy ceñido – como dice san Pedro – con una espada, una coraza, y tengo miedo. Si en una guerra vienen a atacar unos enemigos con lanzas, con caballos, con cosas, y uno todavía no ha tenido tiempo, le cogen de sorpresa, no se ha podido vestir su cota de acero – como eran antes- y empuñar la espada para defenderse, tiene miedo. O sea,  Adán tiene miedo de Dios porque ve que es más fuerte que él y no tiene lo más elemental para defenderse. Tiene miedo porque ha pecado gravemente – el pecado original nada menos – , ha desobedecido gravemente a Dios, se ha hecho su enemigo porque ha caído en la soberbia de querer ser como Dios, que es lo que le dice la serpiente en la tentación: si comes de esta fruta prohibida del árbol de la ciencia del bien y del mal lo sabrás todo, serás omnisciente, podrás ser juzgador de todo, serás como Dios. Él quiso ser como Dios, lleno de soberbia. Pecó. Cuando viene Dios, tiene miedo de no poder defenderse. 

Como vemos, es pecado de soberbia, de no estar contentos con lo que somos: somos seres humanos, seres limitados, seres contingentes que podíamos no haber sido. Es un don la Gracia, es un regalo de Dios que nos quiera prometer -y lo cumplirá- la Vida Eterna. Pero eso es un regalo que hemos de recibir con humildad porque nosotros no somos dioses, somos seres contingentes. Él quiso ser como Dios; no quiso recibir como limosna, como regalo maravilloso, esta sobrenaturaleza de estar después resucitado en Dios para siempre. No, él quiso con sus fuerzas desvelar y apoderarse de todo el Misterio de Dios, por eso, tiene miedo. La soberbia es el gran pecado: el único pecado que se puede describir con mayúscula, con todas las letras mayúsculas. Es la fuente de todo otro pecado. Todos los demás fluyen de él. 

La contrapartida la vemos en María. Ella es la verdadera humildad, la que ante el anuncio del ángel es tan humilde que no le pone objeciones: – oh, yo que soy tan poca cosa . Nada más le pone una lógica: aquí estoy, hágase en mí según tu palabra. El humilde no rechaza los encargos de Dios; es aquel que dice: no, yo soy tan poca cosa que no soy digno de recibir. Nadie es digno de recibir un encargo o misión de Dios, ¡nadie!, nadie es digno de tener una misión en la vida sobrenatural. Es un encargo, un don de Dios. Él da la Gracia. Él hace el milagro de que podamos tener esta fecundidad en este mundo de la Gracia. Pero el humilde recibe las cosas con sencillez. Es tan humilde que ya ve que sería una tontería decir: – soy tan poca cosa. Porque es Dios el que hace el milagro de lo grandioso y de lo que supera las fuerzas humanas: – Aquí estoy, siervo inútil soy, habla que tu siervo escucha. ¡Qué maravilla! 

María, llena de sabiduría y de humildad, es la contrapartida de Adán. Así como decíamos anteriormente que la soberbia es el único pecado – todos los demás pecados fluyen de esta fuente, de este hontanar de soberbia de aguas turbias-, la humildad ( la verdadera humildad de saber que somos solamente seres humanos, que estamos contentos de ser lo que somos porque o somos esto o no seriamos nada, no podemos ser otra cosa, no podemos ser ni muchísimo menos Dios) es aquella fuente de aguas claras, de aguas límpidas que producen después en el alma todas las demás virtudes que puedan pensarse. El que es humilde está gozoso de ser lo que es, con todas sus consecuencias. La humildad es la fuente de todas las virtudes. En el Magníficat -ese canto a la Virgen- exalta la virtud de la humildad: Tu Dios, te fijas en los humildes y los exaltas. 

Doña María, por cuyo recuerdo estamos hoy aquí, fue realmente una mujer valiosa. Los que vayáis a ver esa exposición de las obras de sus manos, veréis cuánta – no solamente habilidad  había en sus dedos para confeccionar esta cosas- sabiduría de arte había. A lo largo de esos treinta años ya veréis que hay obras que podían firmar los mejores pintores y escultores de la época. Ella, en estas corrientes, las va interpretando y las traslada a una prenda de ornato del ser humano, (confeccionaba sombreros) mucho más cercana todavía que unos cuadros que adornan una habitación. Era el arte adornando a la misma persona humana. Ella, tan valiosa – tan valiosa en su dimensión sobrenatural también- y de tantas obras buenas, era profundamente humilde. Los que tuvimos la dicha de conocerla,  percibimos bien esta humildad profunda que le daba aquella paz y aquel ánimo frente a todas las cosas, incluso frente a la muerte. 

Pidamos a la Virgen María – por intercesión de Doña María, que estará hoy gozosa junto a la Madre del Cielo, la Madre de todos- que no tengamos ningún miedo cuando sintamos a Dios cerca, porque es amigo. Entonces, así, de estar muy junto a Dios, brote en nosotros aquella fuente de agua viva que es la humildad. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del lunes, 8 de diciembre de 1986. Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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