(2Tm 4, 9 – 17 a) 

San Lucas era compañero de san Pablo. Siempre le he tenido una devoción especial por esa cualidad suya de ser médico -según la tradición- y ,además, ser evangelista. Pero también coincide hoy el día de san Lucas con el aniversario de la muerte de mi madre, por eso, deseo celebrar una misa por ella. En la confianza de que, por la misericordia de Dios, está en el Cielo; quiero rogar por su intercesión, especialmente para mí, su hijo, y para vosotros, a quienes tanto quiso. 

Yo quería deciros hoy una cosa que es la siguiente: ¡Qué bueno que vayamos descubriendo, atravesando el muro de la “solitud”! Atravesar este muro nos llevará realmente a un Reino de Dios. Es algo así como una sensación rara, de desprendimiento que deben de tener esos aviadores cuando pasan la barrera del sonido, en que parece que todo se va a deshacer. Pero gracias a atravesar valientemente, con coraje, esta barrera del sonido en que todo tiembla, se llega a ese silencio de haber pasado a una velocidad mayor que el sonido y se entra en una paz, en otro mundo distinto: la “solitud”. 

¿Y qué es esta vida que la podíamos definir precisamente por tener la “solitud” como ámbito de ser eremitas por dentro, situar nuestro punto de gravedad en serlo en medio del mundo?.

 ¿Qué significa eso sino que tocamos fondo en nuestra humildad óntica? La “solitud” es la expresión quizá más profunda, más radical, de tocar nuestro ser contingente y limitado. Una de sus limitaciones es que, estando por esencia abiertos, sin embargo, estamos solos antes de que esta apertura nos produzca una divina compañía. ¡Estar solos! 

¡Cuantas veces hemos dicho que el infierno era estar solos! Luego acaso esa ”solitud” que ahora decimos eremítica, que es cumbre del itinerario, ¿es acaso la misma del infierno? No. La diferencia está en reconocer que no somos dioses sino seres contingentes y limitados. El diablo se cierra sobre sí mismo y trata de impedir que pueda venir Dios a hacerle compañía. En cambio, esa “solitud” es reconocer lo mismo, nuestra limitación, pero abiertos, no nos cerramos a esa presencia de Dios en nosotros, esa entrada en nosotros del Espíritu Santo que jamás nos deja. En cambio, la “solitud” del infierno es cerrada; por eso ese pecado contra el Espíritu Santo – por cerrarse a Él- no tiene perdón mientras la persona no quiera abrirse. En este mundo, cuántas veces nos hemos cerrado también: siempre que pecamos nos cerramos. Pero con la penitencia volvemos a estar abiertos, inmaculados para que pueda venir Dios a vivir a través del Espíritu Santo. Que pueda Dios Padre y Dios Hijo también a morar en nosotros porque estamos inmaculados, porque estamos abiertos, porque estamos sin mancha al haber alcanzado esa inmaculatez por la penitencia.   

¡Qué hermoso es descubrir eso!, que la “solitud” no es más que el tocar fondo de la humildad óntica. Esa humildad de reconocer nuestro ser, abrazarlo con gozo y alegría, pues somos así o no existiríamos. Este es el ser que nos ha dado Dios y es nuestro único tesoro: ser como somos, seres contingentes. Saber tocar este fondo de “solitud” es la mejor aventura para pedir plenamente el Espíritu Santo. Luego se producirá esta presencia en una presencia del mundo, del universo todo, de la belleza, de las personas amigas, ¡se manifestará de tantas maneras! Pero hay que llegar a esa total desnudez de la “solitud”, sin tener nada donde asirnos, porque estamos en este fondo de nuestro ser óntico. Ahí nos recoge Dios realmente. 

Como decíamos, cuando uno cae en este pozo, lo único que no existe es la nada, y allí esta el Todo. Entonces desde este fundamento tan profundo es donde se recibe la plenitud de Dios. En eso podríamos ver a María allí en la Anunciación. Está sola – nos la pintan -, está en “solitud”. Dice: – no conozco varón. O sea, estoy desasistida en medio de esa sociedad. Lo decía Juan Miguel el otro día: desasistida de todo. Para una mujer judía aramea, no tener varón significa ser lo último de lo último en la sociedad. Está sola en aquel momento. Es en esa “solitud” en que, igual que ella se reconoce criatura de Dios y nada más – pero abierta al Espíritu Santo- es como se producen entonces en nosotros grandes frutos. 

¿Cuáles han de ser estos frutos que se producen en nosotros? Uno muy hermoso – que por contraste se ve es un fruto maravilloso-  es que existimos para tratar de hacer feliz la existencia de los demás. Ése es nuestro objetivo. Por eso servimos por caridad a todos y nos hacemos últimos, para poder servir a todos. Nos hacemos pobres para que todos puedan ser ricos en los dones de Dios, etc. Nuestro objetivo es hacer felices a los demás. Que esto quede clarísimo cuando vemos que el objetivo que busca el mundo y el diablo es hacer infelices a los demás. Se ve: ¿qué hicieron con Cristo? Lo persiguen, lo azotan, lo encarnizan, se burlan, le cargan la cruz y lo crucifican. Es el colmo de hacer a una persona infeliz. Eso es lo que hace el diablo: infelices a los demás. 

¿Cuál es nuestra misión de cristianos, de seres humildes en esa “solitud” abiertos a la plenitud del Espíritu? Eso ha de fructificar exactamente en lo opuesto de lo que hace el diablo. Es hacer felices a los otros, al contrario de lo que hace éste, que quiere arrastrar a todos – después de todos los tormentos que puede infligir aquí- al infierno, a que suframos esa misma “solitud” sin remedio, infernal, cerrada, egoísta y soberbiamente sobre sí mismo. 

Nosotros estamos abiertos desde nuestra humildad a Dios Espíritu para nuestra ocupación en el mundo, para ganar el Cielo, para atravesar ese muro y salir a ese otro mundo maravilloso, a ese paraíso recobrado y multiplicado de Reino de Dios: nuestra única guía, nuestro único objetivo, nuestro único quehacer en este mundo es hacer felices verdaderamente a los demás con nuestro ejemplo, que es ayudando también a los otros a hacerse últimos y pobres de las cosas que realmente son riquezas falsas. Ayudarles a que alcancen esta “solitud” abierta de la humildad óntica. Pues bien, ésa es nuestra tarea. 

En la primera lectura de la liturgia de hoy también se ve a san Pablo prisionero y solo, y además tenía una gente que le rodeaba, que le quería, que le acompañaba; él sabe sacrificarse y envía a Tito a alguna misión cuando, en cambio, podía tener la necesidad de su compañía. Hay alguno que está con él, que le ayuda y pide cosas que necesita, como es un abrigo, como son libros, es decir, tiene un cuerpo de ministros que le ayudan, pero él en todo momento sabe desprenderse de ellos para que hagan alguna misión importante y se priva él en aquella situación tan tremenda en que está de aquella compañía que le hubiera resultado tan gozosa, tan útil para él. En cambio hay otros que sí están, van y vienen. ¡Qué hermosura esta frase que dice san Pablo!, me dejaron solo – no solamente solo, le traicionó aquel que era discípulo suyo, el metalúrgico -, pero tuve fuerzas del Espíritu. ¡Cuántas veces nosotros también nos vamos a quedar así!, pero hemos de tener fuerzas para defender el realismo existencial como una base de paz en el mundo, de estar abiertos realmente a la realidad. ¡Qué más vamos a decir! Y esto, abiertos en nuestra “solitud” de realismo contingencial, que es lo nuestro, abiertos. Hay que hacer el hogar de Dios en nosotros y en la sociedad que haya alcanzado esa humildad óntica con este espectro nuestro. Aunque nos quedemos solos, tener el valor de proclamarlo y sostenerlo. 

Pues bien, que san Lucas, al que conmemoramos hoy, por intercesión de Marina (madre de Alfredo), nos haga entender todo eso que he estado diciendo tan hermoso, y que contribuye así a la paz y a la alegría del mundo. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del jueves, 18 de octubre de 1990
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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