Le preguntan a Jesús los fariseos cuál es el mandamiento más importante. Se lo preguntaban porque había distintas escuelas en que unos decían una cosa, otros decían otra, y ésos querían saber qué decía Jesús. Éste le responde lo mismo que la escuela más ortodoxa dentro de los judíos acerca de la antigua ley. Cristo les responde: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. En esto se resume toda la ley”. O sea, que todos esos preceptos importantes o menos importantes a que hace referencia, quedaban asumidos en esto, que era lo más importante: amar a Dios con todas las fuerzas, con toda el alma sobre todas las cosas. Y luego al prójimo como a ti mismo, lo cual era ya mucho en aquel ambiente de los judíos rodeados de pueblos tan bárbaros, tan egoístas, buscando su propio poder, su gloria. Ya era mucho que en aquellas circunstancias se mirara que los demás eran también personas como ellos. Cada uno se ama a sí mismo, pero también a los demás que son también personas, amándoles como se ama uno a sí mismo. 

Naturalmente que la nueva ley es mucho más. La plenitud de la ley que luego da Cristo a los cristianos es infinitamente más. Porque no dice que se ame a los demás como se ama uno a sí mismo: ama a los demás como Dios te ama, sin medida, perdonando setenta veces siete, dando la vida por el enemigo, con una fidelidad siempre total y absoluta. Eso sí que es la plenitud. Pero evidentemente esta plenitud no niega el precepto de la ley antigua de que hay que amar a los demás como a sí mismo, claro que sí, porque uno se puede amar a sí mismo como Dios nos ama. Pero ha cambiado una cosa. En el Viejo Testamento se decía amar a los demás como uno se ama a sí mismo. Ahora me puedo amar a mí en la misma medida que amo a los demás. O sea, que el mandamiento de Cristo es muy superior. Pero no nos podemos quedar en el mandamiento anterior. Hay muchos cristianos que se esfuerzan, logran amar a los demás como se aman a sí mismos, y con eso se creen ser santos. Pues no, no se pasa de ser un buen Judío y no se ha empezado a ser un buen cristiano, porque un buen cristiano ama a los demás como Dios le ama. 

Para eso no tenemos fuerzas, y por tanto no podemos hacerlo. Para eso hemos de abrirnos a recibir el Espíritu Santo, el amor substanciado de Dios, esa tercera persona de la Santísima Trinidad. Lo hemos de recibir de Dios Padre, y Cristo nos lo envía. No le cerremos las puertas, dejémonos inundar por Él. Podremos entonces amar a los demás como Dios nos ama, porque les amamos no sólo con el amor de nuestro corazón, sino ensanchados por la infinitud del amor de Dios que Él envía en el Espíritu Santo. 

Pues bien, ésta es la alegría, el gran gozo de los que ven ya cara a cara a Dios. Ellos gozan de esta plenitud de amarse, de amar a Dios, de amarse todos los beatos en el Cielo con este amor sin límites del amor de Dios. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del miércoles, 6 de marzo de 1991. Bogotá
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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