Cuando pensaba venir a celebrar hoy aquí, ya tenía preparado lo que deciros y como no sabemos cuándo nos volveremos a ver, pues os las diré ahora. Como sabéis estoy viejo, enfermo, cansado, y miro a la gente que está a mi alrededor. Algunos llevan más de veinticinco años con nosotros – son muchos años – y a esta altura de ser más viejo, por una parte, significa que me voy un poco  desencantado del mundo en el sentido de decir: ¡qué poco se puede hacer para que las personas cambien, qué poco! Porque todas esas personas han crecido en edad, en gracia y en sabiduría, a Dios gracias, claro, pero siguen teniendo el mismo carácter, el mismo talante; el modo de ser sigue siendo el mismo. ¡Qué poco se puede mejorar el modo de ser de las personas! Entonces uno se cree pedagogo, formador, etc, y uno tenía muchas ambiciones en este sentido. Después de tantos años y de haber puesto lo mejor de uno, pues no, las personas siguen siendo como eran. Veo a los que son más mayores y veo ahora que hacen lo que dicen ¡claro que han aumentado en gracia delante del Señor, en sabiduría y desde luego en edad y en gordura también!, pero son iguales, con los mismos defectos, con las mismas cualidades… el modo de ser es el mismo.  

 

O sea que no se hace fácilmente el milagro de que las personas sean de otra manera, sean mejores de lo que son. Pues son como son y claro, las coles son coles y los tomates son tomates, los melones son melones, ¡qué vas a hacer!  Sin embargo quiero decir que hay que pedir un milagro mayor. Parece que eso es ir a peor, porque si no haces un milagro más pequeño, ¿cómo vas a hacer uno más grande? Pues sí,  vamos a hacerlo. Ya que no se hace el milagro de que las personas mejoren en el modo de ser- aunque crecen, como digo, en edad, en gracia y en sabiduría- vamos a pedir otro mayor y es que las personas sepan convivir con alegría, con respeto mutuo, aceptándose como son: melones, tomates y coles viviendo con gozo, respetándose las distintas maneras de ser y sabiendo ver todo lo que hay  de gracia, de sabiduría, de bondad, de corazón, de generosidad y de tantas virtudes debajo aunque la cáscara sea de melón, sea de tomate, sea lo que sea, porque que es difícil cambiar las cáscaras. 

 

Pues pidamos este milagro en Navidad, que es un milagro aún mayor, porque si todos cambiáramos por un milagro primero y todos fuéramos unas personas maravillosas, no contaría nada convivir, aceptarse y soportarse con alegría. Saber ver lo bueno debajo de las cáscaras sería muy fácil. Si se hiciera el primer milagro no habría que hacer el segundo, sería facilísimo, pero quizás Dios prefiere que se haga el segundo y no el primero. Claro que es difícil una convivencia amical, suave, alegre, contenta, aceptándose todos como son y a pesar de ser como son. No es fácil lograr esta convivencia maravillosa en el respeto, en la amistad profunda y en la alegría de Dios. 

 

Ya que me muero sin haber conseguido el primer milagro, os convoco a que en esta Navidad, alrededor del pesebre, todos juntos hagamos el segundo, que es más grande. Yo creo que, aunque lo sea, Dios es más proclive a ayudarnos a hacer éste en vez del primero. Podría ser un poquito de soberbia decir: ¡qué guapos somos todos! Y no, es quizá más humilde seguir siendo feotes. Sin embargo, esos patitos feos ¡cuánto se quieren, cuánto se aman, cuánto se ayudan, cuán amigos son, cuánto se toleran, se soportan, se ayudan, se comprenden y se aman!  

 

La segunda cosa es algo muy serio. Cuando un niño nace y es pequeño hay que bautizarlo. Dicen que si no, es infiel. Aquí tenemos una confusión grande a destrenzar entre qué es pecado original, que es el que tiene el niño, y qué son los pecados personales, que son los que uno hace. Son dos cosas muy distintas.  

 

Cuando uno es mayor, además del pecado original, por supuesto, ha hecho muchos pecados y el Bautismo perdona todos, de manera que de todos los pecados que uno tiene, si se bautiza de mayor, no es necesario confesarse. El Bautismo se los perdona y perdona el pecado original. Pero un niño chiquitín, no tiene ningún pecado personal; tiene el pecado original. Son muy distintos, ¿por qué? Porque en el pecado personal, ya vemos: uno libre e inteligentemente hace algo que está mal. Eso es pecado y si es contra la caridad, el máximo pecado. Es tan total que ni el Espíritu Santo perdona, es un pecado contra el Espíritu Santo faltando de manera grave contra la caridad.  

 

El pecado original es otra cosa. Imaginaos que un señor ha sido un asesino y huye, tiene que huir de la justicia, exiliarse a un País, irse a vivir al desierto del Sáhara para que no le encuentre la policía, y allí se lleva a su mujer y a sus hijos. Nace un niño allí, es libre, no tiene ninguna culpa de lo que ha hecho su padre, ninguna. Él no ha hecho nada malo, sin embargo tiene esa cosa estructural de que ha nacido en el Sáhara, esto le da una identidad. Es su identidad haber nacido allí y ser hijo de sus padres. Pero además por el hecho de que está allí, sin agua, sin colegios… está muy condicionado. O sea, es su identidad y está condicionado, pero pecado no tiene ninguno. El pecado original es esto: yo he nacido en España – alguien podría decir que le hubiera gustado nacer en un país más rico-, nazco aquí o no soy, o sea, es mi identidad, soy hijo de mis padres.  

En segundo lugar, estoy condicionado, por la historia, porque si España es pobre por las revoluciones y guerras carlistas, pues mira, así nos luce el pelo. Otros, en otros países, han tenido otras oportunidades. Esta es mi identidad y estoy condicionado por ella. Yo nazco y no tengo remordimientos contra nadie y no peco, no tengo culpas personales. 

 

El aceptar mi identidad y mi condicionamiento por una parte, y por otra, no tener esas rémoras, es lo que me da a mí gran fuerza para ayudar a construir un mundo mejor. Eso, como sabéis, es realismo existencial. 

Ahora viene el Bautismo que nos borra este pecado estructural, esta limitación de nuestra identidad y ese condicionamiento. El Bautismo hace que yo ya no sea de tal país, mi identidad ya no es el hecho de ser de esta u otra familia. Él me hace hijo de Dios, me hace ciudadano universal, me hace de todas las patrias, me libera de mi identidad – como dice San Pablo: ya no soy yo quien vive en mí, es Cristo quien vive en mí -, me libera de esa identidad tan pequeñita. Además, me libera de los condicionamientos, porque desde que soy hijo de Dios y soy hermano de todos, todo es de todos: todos los carismas, todas las gracias… Si hay caridad todo es de todos: todos somos últimos – como dice Cristo: yo soy el Señor y os lavo los pies -, y mis tesoros son de todos. Si la gente viviera esto, no habría pobres, no habría gente que se muriese de hambre y sed. O sea, el Bautismo me libera de mi identidad y de mis condicionamientos al hacerme hijo de Dios.  

 

Lo que pasa es que los cristianos no acabamos de ver eso, por el contrario, cuando dice un cristiano: no, es que se han de hacer norteamericanos esos chicanos. Entonces, ya podrán venir a la Iglesia. Pues esto es exactamente lo contrario del Bautismo, que hace que tanto chicano mejicano como norteamericano dejen de ser chicanos y norteamericanos para ser cristos – es Cristo quien vive en mí -, y sólo así entonces todo es de todos y se comparte. Quiero decir que el Bautismo no solo nos viene a liberar del pecado original sino que también nos libera de los pecados propios. Nos da una cuarta dimensión de vida sobrenatural y de hijos transcendentales, de resurrección y de Cielo, pero empieza por liberarnos de la identidad – ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí -, de los condicionamientos. De manera que podemos decir: todo es mío, el sol, el papa, la Iglesia, todo lo compartimos, todo es nuestro en el Reino de Dios, ¡qué maravilla! Y además, el Cielo eterno.  

 

Pues bien, que en esta Navidad, como os decía al principio, sepamos sentirnos hermanos, amigos, pues todas las diferencias de nuestro modo de ser quedan pequeñitas, ¡tan pequeñas!, frente a la gran riqueza de ser unos en el corazón de Cristo.  

 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía de Diciembre de 1987 en Barcelona

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra

 

Comparte esta publicación

Deja un comentario