Las lecturas del día de hoy ponen este paralelo: Samuel, que es el profeta que explica a Samuel cuando era joven, y cómo Jesús llama a esos discípulos de Juan y éste les dice de Él: “Éste es el que ha de venir.” Aquí el profeta Samuel no contesta, aunque consulta, pero en ambos casos se indica a quién han de seguir. Uno era la voz de Dios; todavía no se había hecho Carne el Verbo, la palabra de Dios, la Palabra de esta voz.  

En el segundo episodio ya Juan les señala esta voz hecha Palabra y encarnada para que no solo uno sino dos discípulos suyos le sigan. 

 

Es hermoso pensar un poco en estos pasajes. Samuel oye en su interior que le llaman. Si uno oye en su interior una voz, cree que está fuera y que entra por los oídos. Entonces, ¿quién es el que la ha pronunciado? Va a los que tiene alrededor y les pregunta: ¿me has llamado? Nadie le ha llamado.  

Entonces cae en la cuenta de que, aunque no oiga esta voz, la siente, pues no viene de fuera sino de dentro.  ¿Quién puede hablar desde dentro? Solo Dios.  

Samuel le contesta: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha.” El pasaje sólo dice una cosa: que le llama, que tiene disponibilidad de escucharle. No dice nada más. Esta voz que llama no le explica qué tiene que hacer o cual es la voluntad del Señor, o lo que desea de él. Por otro lado, hay una postura de disponibilidad por parte de Samuel a este sentir que le llama por su nombre. El buen pastor conoce a las ovejas por su nombre, por un nombre que él mismo les ha puesto.   

Samuel llega ahora a reconocer a Dios en esta voz: ¡Samuel! Dios conoce a este niño por su nombre. Cuando hay este encuentro, cuando en el interior del alma todos hemos sentido – si no, ¿por qué estamos aquí? – que Dios nos llama, ¡qué duda cabe de que es Él! 

Es a nosotros en concreto, no a otra persona a través nuestro. Hemos sentido su voz, hemos sentido su llamamiento, es de Dios, pero que no ha venido de fuera, es algo que nos brota de dentro. Muchas veces al principio no sabemos si es de fuera o de dentro. Hemos de decir: aquí estoy. Ya iremos viendo luego cuál es ese deseo del Señor, qué tenemos que hacer. Lo importante es percatarnos de que hemos oído, de que nos ha llamado a nosotros en concreto y nuestra disposición es decir: aquí estoy.  

 

Eso queda más explicitado en el segundo episodio. Juan dice: es aquél. Entonces van y le siguen; “¿dónde moras? Venid y lo veréis.” Eran las cuatro de la tarde. En la memoria de esos discípulos está aquella escena del encuentro: que le siguen, que le hablan, que le responden, que les indica dónde vive, que se quedan con Él. Eran las cuatro de la tarde, no lo olvidarán nunca. Recuerdan hasta la hora precisa.  

 

Ojalá nosotros también sepamos recordar en nuestra vida acontecimientos que son definitivos para el rumbo de ella. Sí, aquello fue por la mañana, a mediodía, aquello fue al caer el sol. Se quedan con Él y le preguntan: ¿dónde moras? Sabemos que les contesta: no tengo donde reclinar la cabeza. En este pasaje les enseña donde vive. ¡Claro que vive en algún sitio, claro que descansa y duerme en alguna parte!, pero no queda fijado ese sitio. Su misión es ir por todos los pueblos, los caminos de Israel, a predicar, a buscar a las ovejas perdidas de Israel. Para eso es itinerante y reclina su cabeza donde la providencia: “no tengo donde reclinar la cabeza”, que es lo mismo que decir: reclino la cabeza en todas partes. Ciertamente Cristo también la reclina en nuestro corazón, como en Juan, quien en la última cena estaba reclinado en el corazón de Cristo. Es propio de los amigos que se de no solo en una dirección unilateral sino en las dos direcciones. También la otra persona, cuando está cansada, se reclina  en nuestro corazón, se confía en nuestras buenas obras, en nuestros buenos deseos, en nuestras preocupaciones por ella. Recuerdo un chiste que decía de Gaulle: “Sagrado corazón de Jesús, confía en mí.” Eso era un chiste del chauvinismo francés. Pero, es verdad, le tenemos que decir a Cristo: confía en mi corazón, ven, no tengas miedo, no te traicionaré, no te daré la espalda, no te voy a olvidar, no marginaré tus preocupaciones, no me ahuyentaré de ayudarte en tu misión. Soy tu amigo, ven, confía, en mi corazón tienes donde reclinar tu cabeza. ¡Qué hermoso!  

Qué bueno es ver que estamos tan contentos y tan alegres, que empiezan a proclamar: hemos encontrado al Mesías. Claro, a las personas más cercanas, a su hermano Pedro – o Simón – y a Juan, que es el que escribe la historia, siendo él el protagonista. También a su hermano Santiago, a sus hermanos, a los primeros que encuentra. Nos describe aquí cómo llega Simón y le dice Jesús: tú, Pedro, te llamarás Pedro, piedra, fundamento, roca donde fundamentamos todas las cosas, la Iglesia. Ojalá nosotros, movidos por esta escena, también vayamos a Jesús y también nos diga: os llamaréis humildad. Ésa es la roca, la piedra sobre la cual se puede construir todo el edificio de la santidad propia y la santidad ajena, la humildad. En la medida en que seamos humildes somos roca, que quiere decir tierra, no cabe duda. Cuanto más profunda, nos encontraremos con la corteza terrestre, la roca. Cuando más humildes, más roca, y sobre ella se puede construir todo. Pues bien, vayamos como Pedro – como Simón -, como Juan, como Santiago, dispuestos a ser humildes para ser rocas, y así poder ser un descanso firme para Jesús: ¡ven amigo mío, confía en mi corazón!  

 

Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él. Explica una cosa muy profunda que complementa y corona lo que decíamos antes. Realmente si alguien nos dice: ten confianza en mí, reclínate en mí, yo te sostendré, te ayudaré, velaré en tus cosas, en tus sueños, ten confianza en mí. Podemos tener confianza en las personas, pero las personas son limitadas y pueden tener piedras. Si eso me lo dice Cristo -confía en mi Corazón-, podemos estar seguros-. Él no tiene fisuras, es fiel, es leal, es constante, no me va a dejar ni me va a traicionar. Puedo descansar confiadamente en el Corazón de Cristo. Es de la esencia de la amistad – Él nos dice: sois mis amigos – es ser amigos mutuamente. Entonces también es decirle a Cristo: pues Tú también confía en mi corazón, como anteriormente os decía. Parece cierto atrevimiento porque nosotros somos limitados, podemos resquebrajarnos y no ser un reposo seguro para Cristo, ¡mi corazón que a veces es tan voluble!  Si yo eso se lo digo a una persona – confía en mí, descansa en mí… -, como soy muy limitado, quizá no pueda ofrecer tanta seguridad. Pero eso no es razón. De la misma manera que decíamos antes: yo me reclino en otra persona, ¡ay!, pero si me reclino en Cristo estoy seguro. Pues aquí misteriosamente pasa también esto, que si se lo digo a otra persona que confía en mí, puedo flaquear. Pero si se lo digo a Cristo – Cristo amigo mío, confía en mi corazón -, Él me dará la fuerza. No sólo Él se abandonará en mi corazón, sino que al hacerlo, lo fortalecerá de tal manera que podrá ser un asiento seguro donde pueda descansar. No tengamos miedo en decírselo, porque me dará el ser roca firme, y podremos decir entonces en verdad: confía en mi corazón. Sólo así, descansando yo en Él y Él en mí, me dará la fuerza para que yo lo pueda hacer y pueda ofrecerle este descanso.  

Entonces, desde la cumbre, podré descansar confiadamente en las demás personas porque son otros cristos y ellas podrán descansar en mí porque soy otro Cristo. 

 

Desde esta relación sólida, fuerte, de Cristo y yo – porque mutuamente descansamos el uno en el otro-, es como podremos ser también otros cristos para confiarnos mutuamente y ayudarnos de un modo lleno de amistad y de eficacia. 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado 16 de Enero de 1988 en la capilla de la Universidad de Barcelona

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra

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