Los cuatro evangelios tienen cada uno algo característico: el de San Juan es más teológico. La característica del evangelio de San Marcos es algo que se subraya una y otra vez, en los demás, no tanto. Es algo que los estudiosos y biblistas llaman: el secreto mesiánico, es decir, hay muchas escenas en las que Jesús dice a la gente que callen. A la gente que descubren que Él es el Mesías les dice que se lo callen, que no lo digan a los demás, que no lo publiquen, que lo mantengan en secreto. Realmente, a lo largo de estas escenas, una y otra vez, cuando Jesús cura a unos enfermos, a otros de otra manera, le dicen: Tú eres el Señor; Tú eres el Mesías. Él acepta, sí, “pero callaos”. Si son leprosos, les dice: id allí al templo a decir que estáis curados, que os vean, que os den un certificado de que estáis curados para que así podáis volver a incorporaros a la vida normal de la sociedad, “pero callaos”, no digáis nada de que Yo os he curado. No le hacen caso, están tan contentos, que todos le desobedecen. Parecería que por gratitud y fidelidad por el don recibido, tendrían que seguir su consejo y dar muchas gracias a Dios, pero no decirlo. Si Él les pedía que no lo dijeran, pues no decirlo. El secreto mesiánico.
Aquí en esta escena de hoy vemos que hay un hombre que está endemoniado y clama: Tú eres el Mesías, te conozco bien. Jesús dice: sal de este hombre, déjalo en paz. Manda salir al diablo y le dice que se calle. El diablo erre que erre, también va proclamando a su modo que Cristo es el Mesías. ¿Por qué tenía interés en que no se dijera, que no se supiera al menos tan pronto? Él tendría pensados sus planes para hacer en vida la difusión del evangelio, de ir a predicar aquí y luego allí, y dejar que la cerilla creciera por este lado y luego por el otro. Cuando estuviese crecida volver a pasar para volver a predicarles ahondando más el conocimiento. Él veía que si la gente lo proclamaba a voz en grito y se enteraban los políticos del tiempo, los jefes del sanedrín y del templo, pues seguramente reaccionarían violentamente, lo eliminarían, lo encarcelarían, como encarcelaron a Juan. Lo matarían y su labor de misericordia de Dios, de proclamarlo, de establecerlo bien con su presencia, quedaría constreñido. Les mandaba callar. No lo hicieron.
Acaso cabe preguntar, precisamente porque no lo hicieron, ocurrió todo eso: se enteraron los políticos, se pusieron en guardia los del templo y decidieron acabar con Él y lo mataron acaso antes de tiempo, antes de que Él pudiera hacer todo lo que tenía planeado. Pues posiblemente eso fue así. Lo que pasa es que el Verbo hecho carne, Cristo con un suspiro nada más, allí, en Belén cuando nació, ya había redimido al mundo entero. Pero Él quería quizá proteger más su estancia, sacrificarse más, sufrir más por todos para dar todavía más testimonio de su entrega, de su espíritu de servicio, de su sacrificio por amor para salvarnos a todos. Pero lo proclamaron y le dejaron menos tiempo para hacer todo esto. Claro que Dios Padre a Él le resucita, y con eso, ya hubiera estado tres años o veinte años entre nosotros, con su Resurrección, ya hizo todo lo que podía haber hecho en este mundo.
De aquí hemos de sacar una enseñanza: saber callar llenos de prudencia, de fidelidad, de lealtad para con las personas que pidan que guardemos silencio. Esto es lo que quiero subrayar. Cuando descubrimos algo malo de una persona, irlo publicando por ahí es tener muy poca caridad y es una injusticia. ¿Qué derecho tiene usted de ir proclamando eso malo? Evidentemente ya se ve que lo malo – si no es de una manera debida y por justicia o que tengamos obligación-, no se puede decir por el mero hecho de que todo el mundo se entere. Es una gran falta de caridad. Hasta aquí no hay dificultad, eso lo aceptan todos los moralistas, todo el mundo acepta eso.
¡Ah, no, es que aquí hay mucho más! No podemos decir ni lo bueno. Para decir lo bueno, ¡oh!, hay que tener motivos también. Primero, esa persona, ¿quiere que eso se diga? Si nuestro Señor nos dice: cuando hagáis una limosna, que no se entere la mano izquierda de lo que hace la derecha. Uno mismo ha de hacer como si no se enterarse de lo que hace su mano al dar limosna. Esa persona, ¿querrá que esto se diga? Pero si tú lo dices en contra de su voluntad, por muy buena que sea la cosa, no puedes por muy buena intención que tengas. Porque éstos que curaba Jesús lo decían con la mejor intención, pero le desobedecían. Y cuántos males tuvo Jesús de persecución, de azotes, de pasión, de muerte en cruz, quizá por eso, por esa imprudencia de proclamar lo bueno. O sea, al proclamar lo bueno, hay que preguntarse: ¿esa persona quiere decirlo? Eso es una cosa suya. ¿Yo puedo entrar a saco en su vida y en contra de su voluntad hacer o deshacer, decir o no decir? Un momento, ¿él quiere?, ¿esa persona quiere?
Segundo, ¿es justo y es prudente – ¡prudente! -? Imaginaos que en un país como Rusia * con tanta persecución contra los cristianos – los encarcelan o los envían a Siberia-, uno saliera diciendo: he conocido a fulano, es un cristiano excelente, está lleno de caridad. Es una maravilla, está lleno de generosidad. Oiga usted, ¿no ve que con eso la policía va a ir a su casa y se lo va a llevar a Siberia? ¿Es prudente que usted diga esto? ¡Oh, es que es verdad, es que lo digo para su gloria! Un momento, ¿él querría que se dijera, es prudente que usted lo diga?, porque queriendo ensalzarlo, hace una mala pasada. ¿Tiene usted la fortaleza para saber callar algo que sabe, un secreto que se le confía? Ha de tener fortaleza para saber callar. Aguántese. Hay que ver el asunto con templanza, no con entusiasmos locos y falsos. No lo olvidemos. Esta gente de los evangelios no hacían más que olvidarlo llevados de su entusiasmo intemplado, de su falta de fortaleza para callar y de su intención un poco imprudente de alabar por el bien recibido. Se creen el ombligo del mundo. Como han recibido un bien, pues ya nada importa más que proclamarlo. ¡Egoístas, vanidosos!, están contentos porque se ha dignado Dios a hacerles un bien a ellos. ¡Cállate si te manda Dios que te calles!
Antes hablaba sobre no decir el mal o aceptar a todos los moralistas, pero a la luz del evangelio es mucho más. Incluso para decir el bien hemos de tener estas cuatro virtudes cardinales siempre permanentemente a la vista, y las teologales también: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Ya sé que vosotros lo entendéis perfectamente: para decir algo bien, hay que pensarlo mucho para no ser imprudente. Supuesto esto, de lo que se trata es de hablar sobre el mal. Con qué ligereza hablamos bien del bien, y con cuánta más ligereza hablamos tantas veces del mal. Pues que este evangelio nos sirva de libro de texto de ética, de moral, para ser personas serias, adultas, cristianos maduros. Que sepamos sacar de esta página del evangelio mucha prudencia y mucho amor.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Domingo 31 de Enero de 1988
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra