La sabiduría de Dios – del Reino de los Cielos aquí-, sabe que donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males. Por tanto, ya sabemos lo que tenemos que hacer para que pueda haber un trocito de Reino aquí: nada de envidias y nada de peleas. 

La envidia, ¿qué es? La envidia es un pecado grave que consiste en que uno se pone triste del bien ajeno. O sea, uno dice: este vecino mío ha trabajado, le ha tocado la lotería y se ha comprado un coche; a mí también me gustaría, trabajando, que me tocara la lotería y comprármelo. Eso no es envidia, es desear una cosa útil, necesaria quizás. Envidia es que, ya que  no lo puedo tener y él lo tiene, eso me da rabia y me pone triste; la envidia es ponerse triste por el bien ajeno. Más bien hay que decir: ¡cuánto me alegro de que él haya tenido la posibilidad de comprárselo! A mí también me gustaría, a ver si trabajando y ahorrando lo puedo comprar también. Me pongo contento del bien ajeno.  

Las peleas siempre son por amor propio, por orgullo, por vanidad. Uno se pelea porque cree que no le dan lo que es exigible para uno. No es que se den peleas entre una persona que está lejos de la otra, no, se dan con los que se tienen cerca, los que son de la misma comunidad, de la misma familia, entre hermanos, padres e hijos, los que viven en el mismo techo. ¿Cómo va a ser eso un Reino de Dios? Donde hay envidias y hay peleas, no está la sabiduría de Dios. Sigue así el texto: La sabiduría de Dios es la opuesta y es distinta a la sabiduría del mundo. “La sabiduría que viene de arriba, ante todo, es pura”. Es decir, no tiene mezcla con la sabiduría del mundo, por lo tanto no hay envidias ni peleas, ni ambiciones ni nada, es pura, es todo un chorro de agua clara.  

“Es amante de la paz.” Es decir, lo contrario de las peleas. “Comprensiva,” comprende a los demás con sus limitaciones, y ve que hay que vivir no con otras personas que son como yo creo que deberían ser, no, debo convivir con esas personas tal como son y comprenderlas. Tienen sus limitaciones y uno tiene también las suyas. No somos dioses, hemos de tener deseos de ir llevándonos bien, “dóciles”. ¡Ay, esta palabra, la docilidad! La docilidad no es obediencia. Ésta es una virtud que se alcanza con esfuerzo. Uno ve que tiene razones para obedecer porque es bueno, porque esa persona sabe más que yo, me quiere y quiere mi bien, por lo tanto, es bueno que obedezca. Pero a veces cuesta y ponerla en práctica no es fácil. Después, aunque uno ve el buen fruto, de momento, le resulta a veces amargo.  

La docilidad es otra cosa. La docilidad no es una virtud, es un don de Dios, es un carisma. La sabiduría tiene este carisma. Y la docilidad ¿qué es? ¡Oh!, es mucho más que la obediencia. La docilidad es que, espontáneamente, de una manera sencilla, fácil, rápida y gustosa, hay un solo sentir entre todos. Que uno es dócil quiere decir que está sintónico. Si me dicen: pon en esta mesa un mantel bonito porque vamos a celebrar la misa. Antes de que me lo digan, uno, si es dócil, ya lo intuye, ya lo siente y pone el mantel, no hay necesidad de que se lo digan porque todos son dóciles al Espíritu, es una sintonía. “Llena de misericordia y buenas obras, constante”, la sabiduría no se cansa de ser comprensiva y hacer buenas obras,  es “sincera”. Ésa es la sabiduría de Dios, contraria a del mundo.  

“Los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es de justicia”. En la sabiduría del mundo nunca el fruto será la justicia sino el poder del más fuerte, la explotación de los otros a mi servicio. Donde está la de Dios el fruto es la paz y la justicia, sólo así pueden vivir en fiesta los corazones.  

“¿De dónde salen las luchas y los conflictos entre vosotros? ¿No es acaso de los deseos del placer que combaten en vuestro cuerpo?” Un placer egoísta que no para en conseguir lo que sea, avasalla a los demás, los pisa para conseguir los placeres que desea, y ¡hay tantos en la vida: de comer, de beber, de vivir bien, de tener poder para hacer lo que a uno le da la gana, etc.!  

“Codiciáis lo que no podéis tener; y acabáis asesinando” para pretender poderlo tener, y ni por ésas lo tenéis, claro. 

“Ambicionáis algo y no podéis alcanzarlo; así que lucháis y peleáis.” De ahí es de donde viene el origen de las peleas, porque se desea algo con egoísmo y para conseguirlo se pelea. 

“No lo alcanzáis, porque no lo pedís.” Fijaos que dice: porque no lo pedís. La gente que es soberbia, que se cree dios, no pide, arrebata, cree que con su fuerza ha de conseguir lo que quiere. Tienen sed y arrebatan el vaso de agua y dejan a los otros sin beber. En cambio, si supiéramos pedir, pediríamos por amor de Dios: ¿me puedes dar un vaso de agua? Y resulta que nos darían ese vaso de agua, y quizá más de uno, si supiéramos pedir. Pero esto significa humildad, reconocer nuestros límites, reconocer que tengo necesidades, reconocer que incluso soy poco fuerte o poderoso para poderlo conseguir. Es humildad, es sentir que no soy dios y en esa limitación tengo que pedir. Claro que, si pido, la gente es buena y me lo da. Pero si yo lo quiero arrebatar porque no quiero pedir, no quiero ser humilde, me considero un dios que tengo derecho a todo, me peleo, arrebato y hasta asesino… este vaso de agua conseguido así resulta que tampoco me calma la sed… Es la dura consecuencia: querré otro vaso de agua, tendré que seguir peleando hasta el final, hasta quedar abatido y humillado al fin.  

“Pedís y no recibís, porque pedís mal.” Pedís mal, porque a veces se pide, pero ¿para qué?, “para derrocharlo en placeres.” Por eso cuando nosotros pedimos, claro que nos dan, pero no derrochemos, no malgastemos nada, no tiremos la comida a la basura. Hagamos menos comida, la justa, y si sobra algo, no la tiremos a la basura, se puede aprovechar, ¡hay tanta gente que pasa hambre! Cuando hoy ha sobrado un poco de arroz, yo he dicho, así como quien no dice nada: ¿habéis comido alguna vez tortilla de arroz? Era como para insinuar que se podía hacer una tortilla para cenar. No se puede tirar nada, no se puede derrochar lo que hemos recibido pidiendo, para que no nos digan: habéis pedido, pero habéis pedido mal, habéis pedido aquello que os han dado y lo habéis derrochado. Como veis, esto es la sabiduría de Dios: no peleas, no envidias, ser comprensivos, misericordiosos, sinceros, humildes, saber pedir. 

Las palabras de Cristo, no son más que una confirmación de esta sabiduría profetizada y dicha en la Carta de Santiago más tarde. Cuando Él ve que discuten, dice: “¿De qué discutíais por el camino?“ Ellos no contestaron, porque ya veían, tenían miedo, tenían vergüenza. Pues ya vieron que eso que hablaban no era seguramente del gusto de Jesús. Al final, como Él lo pregunta, se lo dicen. No hacía falta que se lo explicaran, ya sabía Jesús de qué discutían: “Quién quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos.” ¡Qué sabiduría, eso es sabiduría!  

Si todos nos hacemos últimos, todos, resulta que no hay primeros, todos somos iguales, todos somos últimos, todos somos primeros. ¡Qué maravilla!, todos somos iguales. Entonces no hay peleas, no hay ambiciones, no hay el querer pisar al otro, no, todos últimos, servidores unos de otros. Una comunidad, donde todos se sienten así, últimos y servidores, es un trozo de Cielo. Y en ella, claro, es muy fácil que alguno que sea ambicioso quiera hacerse el primero; como todos desean ser últimos, hay algún desgraciado que quiera ser primero, ¡oh!, lo consigue, fácilmente, nadie se le opone y se hace primero. 

Os aseguro que cuando en una comunidad hay uno que quiere ser primero, lo consigue, claro que sí, pero desde ese punto y hora se acabó la felicidad en esta comunidad. Se acabó. Éste estará esclavizando, sojuzgando a los demás, pisándolos, y ya ahí se acabó el ser un trocito de Cielo en la tierra. En cambio, si todos nos sentimos hermanadamente últimos, nadie quiere ser primero ni segundo ni nada, entonces al ser fraternalmente iguales todos, sirviéndose unos a otros, unos en Cristo e hijos de Dios, ¡qué maravilla! Ahí sí que puede haber Reino de Dios: amaos los unos a los otros como Yo os he amado. Cristo dice eso: soy el Señor y ya veis lo que hago. Se desnudó, se arrodilló y lavó los pies a los apóstoles, se hizo el último. Ésa es la sabiduría de Dios.  

Pues bien, que fruto de esta Eucaristía sepamos no caer nunca en esa sabiduría del mundo llena de orgullo, de ambición, de crueldad, y sepamos tener esta sabiduría de Dios que es toda humildad y amor. 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas 

 

Homilía del Sábado 17 de Septiembre de 1988 en  Santo Domingo (República Dominicana)

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra 

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