Es una festividad que vale la pena subrayar hoy: Todos los Santos. Sabemos que el Viejo Testamento era una premonición- una preparación- del Nuevo. Pero también, dicen los Santos Padres, que de alguna  manera la filosofía que continuaban los griegos, era también una cierta revelación de Dios, pero a modo pagano. Lo mismo que esa cultura o esas religiones naturales que tenían aquellos pueblos, en especial los romanos. En Roma hay una iglesia romana desde sus cimientos hasta su bóveda: el Panteón. Dicen que es una bóveda mucho más grande que la del Vaticano y fue hecha hace dos mil años. Panteón significa: todos los dioses. Allí daban culto y recordaban alguna vez al año de modo especial, a todos los diosecillos de su mitología y también a los de las religiones naturales de otros pueblos dominados. Como digo, también esto era una premonición: todos los santos son dioses – decía Jesús-, todos los que están en la Iglesia, todos los bautizados… Todos los santos participan de esta filiación divina, son dioses, hijos de Dios. 

La cristiandad, cuando bautizó a Roma entera, dedicó ese templo pagano del Panteón a Santa María y a todos los Santos, esta celebración que hacemos hoy. La liturgia de la Iglesia ha puesto para esta Eucaristía ese texto -que habéis leído- de las bienaventuranzas. Es como si fueran distintos retratos de grupos de santos en el Cielo. Unos se habrán santificado por su especial cultivo de no poner su confianza en las riquezas sino en Dios, en el corazón y en la bondad de los hombres. Otros por su misericordia, otros porque han llevado con mucha paciencia las injusticias con que son tratados en este mundo. En fin, estas ocho bienaventuranzas son como ocho canales grandes por los cuales la gente puede llegar al Cielo. 

Una, como os he dicho, los pobres. Dios desea que todo el mundo tenga lo suficiente para vivir, para vivir holgadamente, con dignidad y alegría, lo suficiente para poder desarrollar todos sus talentos, para eso nos los ha dado. Dios no quiere la miseria. ¿Qué entiende por pobreza de espíritu?  Sencillamente, no poner la confianza no sólo en el dinero, sino en ninguno de los medios de este mundo. Primero, porque todos ellos juntos no sirven para alcanzar el Cielo. Y segundo, porque incluso en este mundo lo que más vale es la confianza del justo en Dios, más que todos los instrumentos de poder, de influencia, de dinero, de política en que pueda una persona apoyarse creyendo que con esto va a solucionar los problemas de esta tierra o que, incluso, así se hace justo y merece el Cielo, ¡qué disparate! 

Otra, hay que tener misericordia. Tener un corazón precisamente para que los demás no sean míseros, es decir, ser sensibles a sus necesidades, para que ellos también sean ricos, ricos de los dones de Dios, de la sabiduría necesaria de Dios en este mundo; sacarlos de la pobreza, que Él no la quiere. Después de que nosotros, precisamente por estar apoyados en esta confianza en Dios, somos ricos realmente de dones, hemos de compartirlos con los que todavía están en la miseria.  

Hay que ser misericordiosos, de corazón, acompañarles en todos sus dolores, en todas sus limitaciones, angustias y pobrezas reales, que no son las que Él quiere. En fin, podríamos ir desgranando una por una todas estas bienaventuranzas.  

Meditémoslas en nuestras horas de soledad y de silencio, porque son tan hermosas y tienen, además, una segunda y una tercera lectura. Iremos encontrando cada vez mayor sentido, se nos iluminarán grandes espacios para entender su sentido profundo.  

Todos los santos que están en el Cielo han transitado por ellas para llegar a él; por una, por dos, por varias y por todas.  Hemos de saber ser dichosos en medio de las tribulaciones y persecuciones de la justicia. Tenemos hambre y sed de justicia, pero ¿sabemos amar a los enemigos? Debemos amarles. Por eso también dichosos aquellos que soportan estos sufrimientos por amor, que siempre dan la otra mejilla en signo de reconciliación para conquistar al enemigo, para que nos vuelva a dar un beso de paz. En fin, ¡cuántas cosas podemos ir descubriendo en ellas. Es absolutamente necesario practicarlas para conseguir el Cielo! Si uno sale de viaje por carretera hacia un país extraño que no ha visto nunca, si fuera ahora a Rumanía o a Rusia, ya nos cuidaríamos, cómo no, de llevar en el coche un buen mapa para saber dónde estamos, a dónde dirigirnos para llegar al lugar que queremos. ¡Qué hermoso este gesto de Cristo de regalarnos el mapa de carreteras para llegar al Cielo! Esto son las bienaventuranzas. Que no olvidaremos nunca en el viaje por la vida ese vademécum, este mapa, porque así sabemos cómo y por donde llegar, no a una ciudad grande, Nueva York, Filadelfia, Chicago, Moscú… sino, nada menos que al Cielo, a este sitio donde veremos cara a cara a Dios, como si nosotros fuéramos un espejo. Decíamos antes que en este mundo vemos a Dios como en un espejo. Allí le veremos cara a cara. Allí en el Cielo parece como si se hubieran invertido los papeles: Dios está resplandeciente y nosotros nos convertimos en espejo que lo reflejamos enteramente. Por eso somos unos como Él, por eso somos ya como Él, gracias a que le reflejamos, somos hijos en plenitud. Pues bien, para llegar a este encuentro maravilloso, sepamos ir siempre sin perdernos por estas carreteras de las bienaventuranzas. 

Sí, hay que hacer actos heroicos, ciertamente, pero bueno, son heroicos desde nuestro punto de vista, porque desde el punto de vista de Dios son los que tendríamos  hacer todos con toda normalidad, porque nos ha señalado la razón profunda por la que hemos de amar a los enemigos, que nos parece lo más heroico de todo. Pero sencillamente hemos de amarles porque Dios los ama y si yo quiero ser su hijo, quiero parecerme a Él, ¡qué remedio!, no tengo más que amar también a los enemigos como Él lo hace. No es nada extraordinario, es lo más ordinario y lo más corriente de la vida de Dios. Imitarle en esto, claro, es lo que dice Jesús: es la perfección, en eso nos parecemos a Dios Padre, en eso somos perfectos, en que somos capaces de amar a los enemigos.  

Otra bienaventuranza. mansos y humildes de corazón. Una mansedumbre que nos la ha explicado en otro lugar: hay que ser mansos como palomas y sagaces como  serpientes para que, al venir todas las cosas, nos podamos esconder y que pase el mal. Mansos y astutos a la vez.  

Humildes de corazón. ¿Qué quiere decir eso? El corazón es el símbolo del amor. Humildes en el amor significa que necesitamos limosnas de amor. Hemos de ser mendigos de amor. Una persona humilde tiene que pedir, todos hemos de serlo con respecto a Dios. Hemos de pedir que nos dé la gracia para poder ir al Cielo. En aquel mapa de carreteras, si los motores no se llenan de gasolina, por mucho mapa, no llegan a ninguna parte. Hemos de pedirle gasolina, que son todos sus dones y su gracia. Y ser pobres, humildes de corazón, significa que es muy poco lo que nosotros podemos hacer para llenar este corazón de amor con nuestras fuerzas. Ni siquiera para nosotros mismos, menos para los demás. Hemos de mendigar amor, eso es ser humildes de corazón, saber mendigar amor a Dios, que es mendigar al Espíritu Santo y mendigar a los demás. Amar y dejarnos amar: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado. Humilde corazón, ¡qué hermoso! Frente a todas las bienaventuranzas y, en concreto, ésta que estoy comentando ahora, ya se ve cómo esa mansedumbre no está exenta de inteligencia ni de buscar medios para solucionar los problemas. Este mendigar amor.. ya se ve qué lejos está del odio y de la violencia. 

Las bienaventuranzas sí que liberan a los pueblos y a las personas, sí que son una teología de liberación. Pero se ve con escalofrío que esa susodicha teología de la liberación se basa en el odio, en el rencor, en el no perdón, en la venganza, en la persecución con la ley del talión, en la violencia, ¡qué poco cristiano es todo esto! Es la traición más grande que se puede hacer al cristianismo: introducir en él la lucha violenta de clases. Es algo absolutamente incompatible con el evangelio y es la quintaesencia del marxismo ateo y materialista. Claro, es obvio, no nos hemos de extrañar, es perfectamente coherente consigo mismo, pero es algo absolutamente incoherente con el evangelio. Pero no hay que cruzarse de brazos, eso no, pero eso otro sí: hacer esa otra divina lucha de paz, de amor, de mansedumbre y de heroicidad.   

 

Alfredo Rubio de Castarlenas 

 

Homilía del Martes 1 de Noviembre de 1988 en Barcelona

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra 

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