Junto a la tumba del apóstol Santiago el mayor, vimos claro aquel evangelio que está unido a éste: cuando Juan y Santiago el mayor hacen que su madre pida a Jesús que cuando lleguen al Reino, uno se siente a la derecha y otro a la izquierda de Cristo. Cristo le responde: en el Reino de los Cielos, los que quieran ser primeros, que sean últimos. Allí da la ley general de que allí hay que ser últimos, que este es el secreto. La da, no sólo para Santiago, no sólo para Juan, sino también para todos los discípulos que estaban escuchando y que se enfadaron tanto con ellos porque querían ser primeros. Así como para entrar en el Reino de los Cielos hay que hacerse niño, pero luego no hay que seguir siendo niño. Hay que crecer, hay que ser persona muy madura en el Reino de los Cielos luego. Es para entrar que hay que hacerse niño, con toda ingenuidad, con toda sencillez, con toda humildad. Dios es Padre, ¡cómo no vamos a ser nosotros niños delante de Él! Pero una vez dentro hemos de crecer mucho, tan maduros como Cristo, tan serios, tan responsables, tan amantes y tan buenos esposos de la Iglesia, eso es de una madurez enorme. Esta madurez comprende esto dentro del Reino de los Cielos: cuando estamos reunida personas que queremos ser cristianas, que queremos ser buenas, una célula de Reino de Dios, todos últimos.

Si todos nos hacemos últimos, por amor, mutuamente servidores unos de otros, que nadie quiere ser primero… es que no hay ni primeros ni últimos ni nada, todos iguales, todos hijos de Dios, y eso es un trozo de Reino. Basta que uno quiera ser primero para que esto se convierta enseguida en un purgatorio o en un infierno. Es el carisma del don de la ultimidad que Cristo explica a Santiago y a Juan. Pero en este evangelio Jesús, que es el primero, pasa de la palabra, de la predicación, a los ejemplos. En todo grupo siempre hay uno que es el primero, porque lo ha fundado, porque lo ha enganchado y así, en la familia, los padres son primeros y los que son elegidos como primeros legalmente en una sociedad. El Padre, ¡claro que es el primero! Pero el que quiere hacerse el primero no es el primero, porque el primero ya lo es; son los que no son primeros los que quieren hacerse primeros.

Pues bien, Cristo dice: “Vosotros me llamáis El maestro y El Señor – o sea, el primero -, y decís bien, porque lo soy.” Sería tonto negarlo, como lo sería que un padre negara ser padre. Gracias a él o a la madre hay familia. Sería tonto, pues claro que sí. Pues bien, dentro del Reino de Dios; mirad lo que hago, yo que soy el primero me hago el último; los que no son primeros, cuándo más tendrán que hacerse últimos si yo también me hago último. Para que eso sea patente y les quede bien grabado a los apóstoles, hasta el fin de los siglos, hace el oficio de un esclavo. Lavar los pies era cosa del criado de la casa y si no había, era el oficio del hijo más pequeño, el más insignificante. Esto es para que veáis cómo yo me hago el último, que lo soy siempre, siempre estoy sirviéndoos a vosotros. Va a ser el gran servidor que da la vida por los amigos, por los que forman el Reino de Dios, por los llamados al Reino de Dios. Incluso, será el máximo servidor y dará la vida.

Pues bien, le era más fácil este otro signo de lavarles los pies; para que veáis, yo, el señor, cómo me hago último. Esto es una prueba también, una profecía de que hasta subirá a la cruz, que era una muerte infamante, de esclavos – como los dos ladrones que tiene al lado-, de criminales, lo último, la hez de la sociedad. Ahora empieza aquí su pasión, se hace último.

Entonces así todos somos primeros, todos somos últimos, primogénitos, todos iguales, ¡qué maravilla! Eso es el Reino de los Cielos, donde todos son últimos, nadie quiere ser, no sólo primero, ni penúltimo, ni antepenúltimo, sino todos últimos, todos iguales, ¡qué hermoso!

Naturalmente va a lavarles los pies. Empieza por Pedro que se resiste: ¿cómo tú, el Señor, me vas a lavar a mí los pies, que eso es un oficio de criado?, ¡no, de ninguna manera! No acaba de entender, no acaba de entender la ultimidad. Jesús le dice: mira, Pedro, Tú que me vas a ser el que me suceda a mí como vicario mío en la Iglesia, en el colegio apostólico, si tú no te dejas lavar los pies por mí, es que te escandaliza eso de que yo me haga último. Como tú me vas sustituir, tú te vas a tener que hacer último, y eso te escandaliza. Si no quieres que yo sea último, en el fondo es porque tú, cuando te toque, tampoco quieres serlo. Pues mira, si eso no lo entiendes, no puedes tener parte conmigo. Bien, quizás el diálogo con Pedro fuera más que el que nos refleja aquí el evangelio, quizá se lo explicó mejor, más detalladamente para que lo entendiera. Claro, Pedro, cuando lo entiende, dice: ¡pues claro que sí!, lávame los pies y la cabeza y todo. Pero basta los pies. Entonces aceptó también él ser último, siervo de los siervos de Dios, como se llama el papa. Aceptó, y también él lavaría los pies a los demás, es decir, también él daría su vida por ellos.

Que Jesús nos haga entender en este jueves santo, como entendió Pedro, que el secreto de ser feliz en el Reino de los Cielos es que de verdad todos seamos últimos, seamos iguales para querernos de verdad unos a otros, sin nada que lo  impida, con toda luz, gozo y generosidad, para que así haya Reino. Deseo que esta Eucaristía, una vez más, nos dé un empujón para que lo entendamos cada vez mejor.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas 

 

Homilía del Jueves 17 de Marzo de 1986

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra 

 

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