Todos sabéis que estamos aquí en esta tarde, en medio del silencio de la universidad, en este puente largo en que la gente está fuera, tantos. Vosotros estáis aquí. Y bien sabéis que estamos en este lugar celebrando esta Eucaristía, porque hace 25 años que en estas vísperas de la Inmaculada estábamos reunidos aquí también en lo que podemos llamar el primer acto público de la Casa de Santiago, que tenía nombre ya, aunque no tenía todavía registro, pero ya existía y tenía nombre, y tenía gente; pocos, pocos: en aquellos momentos estaba yo, que había convocado a mi alrededor a Juan Miguel a Pep Forcada, a José Luis, y estaba también otro, hoy ausente y lejano en México, Ruiz Velasco, que es sacerdote de Chiapas. Y un chico, Carlos Molas, que estaba muy enfermo. Éste, gracias a esta coyuntura, a este estar con nosotros, conoció al tío de Juan Miguel, y gracias a unas operaciones, realmente hoy es una persona casi normal de salud. Cinco. Y luego había gente alrededor, amigos. Me place tanto hoy ver aquí a Monferrer, verle con su beca que simboliza a todos esos amigos que tenían la beca de la Casa de Santiago, beca azul, como veis, con su cruz de Santiago sobre el corazón. Su presencia nos ha alegrado a todos, porque nos ha hecho encontrar, y rejuvenecer, diría yo con esos 25 años.

Había personas amigas de la Casa y profesores de la Universidad ya entonces. Y había personas también que conocéis mucho vosotros, como es el rector del seminario actual, Ramón Prats, el que lo era entonces, Viaboada (?), y otros. La iglesia estaba llena, quizá más que ahora, porque estaban los bancos también laterales y también había gente; pero eran amigos de la Casa -sólo había cinco, sólo cinco-, y, sin embargo, la Casa que había nacido unos meses antes, en febrero de ese mismo año, estaba todo muy claro, o sea, teníamos todo muy claro y distinto de lo que deseábamos que fuera, y sólo había estos cinco. Eran muy pocos, pero para nosotros ya era tener la casa en pie. Si un animal tiene cuatro patas y con eso corre y cruza los campos a toda velocidad, teníamos: yo como cabeza, y aquellos cinco, de los cuales cuatro son sacerdotes hoy. Ya eso era un animal viviente lleno de corazón ardiente de amor de Dios para correr atléticamente, como dice san Pablo. Bien, eso es lo que recordamos de estas fechas de hoy.

La iglesia estaba menos iluminada, porque todos esos focos supletorios de las columnas y de los lados no estaban, estaban nada más estas arañas. El recuerdo que tenemos de aquel día es un poco más opaco, menos luz; bueno, eso hemos ganado, más luz aquí en la universidad. Pero todo era capilla y sólo capilla. Hoy, desde hace un tiempo, años, esta capilla hay que compartirla con clases, y ahora ya no con clases, pero sí con exposiciones; yo no sé quién es el que las dirige, quién las organiza, pero ciertamente lo hace con consentimiento de las autoridades académicas, que incluso ven llenos de buena fe los de aquí que la única manera de salvar que eso siga siendo capilla, es si también puede servir para otras cosas. Me daban la noticia ahora que la capilla en la Universidad, en la facultad de Derecho, va definitivamente a desaparecer. Esperemos que, con el cuidado nuestro, con nuestra presencia, ¡quién sabe!, ojalá se pueda salvar esto como capilla en adelante.

¡Que no arrojen de aquí la presencia de la Inmaculada, que es patrona de la Universidad de Barcelona, aunque tengamos que compartirla! Al fin y al cabo, el Verbo se encarnó y tuvo que compartir su naturaleza divina con una naturaleza humana. Quizá sea signo de los tiempos en que hay que compartir este recinto con otras actividades humanas, como el arte, las conferencias, o unas clases. Hay un salmo que nos ha de servir de estímulo, que dice que Dios estaba muy contento de que por fin su pueblo había levantado, había podido levantar y terminar el templo; y el salmo dice que Dios, gozoso, exclama que abrirá las puertas de sus templos para que vengan otros pueblos a poder celebrar en él también sus fiestas.

Que esta capilla pueda abrir sus brazos para que vengan otros pueblos, otras gentes, incluso quizá no creyentes, para que puedan celebrar aquí también sus fiestas humanas de arte, de búsqueda del saber, ¡quién sabe!

 

Estamos celebrando esta Eucaristía de los 25 años, abiertos a la esperanza y a la generosidad de corazón para poder seguir ofreciendo este ámbito, este espacio para alabar a Dios y sentirnos especialmente cerca de Él. Decía que estaba llena de gente, y nosotros éramos cinco y el cabo -es lo que manda el cabo en el ejército, cinco personas, eso es lo que éramos-. En cambio, hoy, pues cuántos hay aquí que representáis incluso a los que querrían, podrían estar aquí por derecho propio, todos los demás de la Casa, todos los del Tacsa. ¡Y cuántos ya hay, y estamos un buen número ahora presentes! Lo soñábamos entonces. No os conocíamos, no sabíamos quiénes seríais, que caras teníais, qué nombre llevaríais inscrito, cómo seríais; pero, ¡estábamos tan seguros de que vendríais! Y no sólo vosotros, Casa de Santiago y tantos hoy ya en el Tacsa, sino que esto ha originado tantos apóstoles laicos a vuestro alrededor. Y no digamos también lo que ha surgido de las Claraeulalias; realmente, ¡cómo nos hubiera alegrado el corazón aquel día, que ya estábamos tan contentos si hubiéramos podido también prever toda esa floración maravillosa de vosotras! Y también si hubiéramos sabido entonces lo que, cuando las gentes escatiman los locales para este loar a Dios, cuando tantas dificultades hay a veces en las cosas, también qué hermoso es este regalo silencioso, manso…

 

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… de esos prolegómenos, de esa introducción a la homilía propiamente dicha de comentar el Evangelio de la misa que estamos celebrando hoy de la Inmaculada Concepción. Dice así esta lectura de san Lucas que habéis oído, la Anunciación a María, en que el ángel Gabriel se le aparece allí en Nazaret, y le lleva el mensaje del plan mejor que podía hacer María en su vida: ser Madre del Verbo hecho carne. Y frente a tal noticia, ella con humildad dice: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tus palabras, “fiat mihi”, sí, hágase tu voluntad.

 

Os aseguro que en el tiempo que estamos conmemorando ahora, hace 25 años el nacimiento de la Casa, la peregrinación de Juan Miguel y yo y los demás, que estaba Forcada, José Luis, deseando ir, pero no podían, a Jerusalén, allí junto a la cruz del Señor, junto a los santos lugares fraguar la Casa. Este acto después en diciembre, os aseguro, digo, que lo que nos movía entonces como vivencia profunda del corazón era una cosa. Luego, en estos 25 años, bien lo sabéis vosotros, nos habéis acompañado en ese itinerario, ¡cuántas otras vivencias hemos ido desarrollando de problemas teológicos, de la vida espiritual… tantas otras cosas! Afortunadamente eso que llamamos álbumes son muy copiosos, muy densos, muy vivos. Pero en aquel entonces lo que podía nuestro corazón, se podría resumir en este Evangelio de hoy: “fiat”, sí. Tanto es de este modo, que cuando pocos meses después, y es de desear que lo podamos conmemorar con otra peregrinación el próximo verano, 25 años de la primera que hicimos a pie a Santiago de Compostela, desde Logroño, Camino de Santiago, y empezamos allí. La plática de la primera Eucaristía de la peregrinación, que tuvo lugar allí, en Logroño, fue ésta, que los que estaban entonces en ese principio de caminar, bien recuerdan; era lo que nos movía, lo que impulsaba este sí, lo que impulsaba mi predicación y mi apostolado en la Universidad, que entonces era mucho más intenso que el que hago ahora debido a todas esas circunstancias que han influido en la capilla de la Universidad; era esta idea: el sí. ¿Qué clase de sí?

Uno con su vida, con su única vida que tenemos -y a la luz del realismo existencial todavía lo vemos mejor-, esta única vida que tenemos, pues queremos emplearla bien, lo mejor posible; y una persona joven especialmente, pero también los no tan jóvenes, también mientras vivimos tenemos todo un abanico de posibilidades delante, que no podemos hacerlas todas, no podemos llevar a cabo todo lo que nos es posible, tenemos que elegir una cosa u otra de las muchas posibilidades que tenemos por delante. Y como sólo tenemos una vida, querríamos saber cuál de estas muchas posibilidades es la mejor, la que más vale la pena que comprometamos, dediquemos, volquemos nuestra vida en esta dirección: qué es lo mejor que puedo hacer con mi vida en este mundo en medio del universo. Y uno puede pensar, uno puede ver cuáles son sus capacidades, sus gustos, qué es lo que le va. Si pensamos ya en una dimensión de fe, cuáles son sus carismas. Pero muchas veces quien menos se conoce, quien más se engaña es uno mismo; por eso es bueno que, cuando estamos en este problema de decisiones, consultar a la gente que, por una parte, tiene experiencia y puede darnos un buen consejo. Y, por otra parte, nos viene como para ocuparse de este asunto y ser leales y fieles y que no nos engañen y que realmente nos den un consejo verdadero. Bien es bueno consultar si tenemos la suerte de tener un consejero así. Lo que no cabe duda es que quien más sabe, sin posibilidad de engañarse ni equivocarse, en qué cosa es en lo mejor que yo puedo emplear mi vida, el que mejor lo sabe, no cabe duda, es Dios, y el que a la vez es el más Amigo, el que me ama más, el que ciertamente no me va a engañar; y que además Él también desea aún más que yo que emplee mi vida en lo mejor que pueda. En aquel proyecto que reúne esas tres cosas: el que más gloria a Dios va a dar, el que más va a ser bueno para los otros, y que por todo ello también es el mejor para mí. Cuando se acierta, se acierta, cuando como en las máquinas fotográficas hay que poner el foco y las visiones se superponen y quedan nítidas. Uno acierta cuando esas tres cosas se reúnen, porque eso es lo que asegura que eso es verdaderamente lo mejor: lo que da más gloria a Dios, lo que es mejor para los demás, y entonces también lo es para mí. Dios lo sabe. Entonces, cuando uno está convencido de esto, su anhelo es ir a preguntar a Dios: Dios mío, yo veo claro que Tú eres el que mejor sabe lo que yo puedo hacer con mi vida, que Tú me amas mucho, que no me vas a engañar, y que Tú también tienes deseos de que yo lo sepa para que lo haga; dímelo.

Y uno puede creer que, si uno se acerca con humildad y devoción a Dios en la oración, a estar junto al Sagrario, y uno le pregunte eso: ¿qué es lo que puedo hacer mejor con mi existencia en este mundo? Dios me lo dirá, porque Él tiene deseos de que yo lo sepa también. Y ahí es donde decíamos que paradójicamente Dios no dirá nada, Dios permanecerá callado, Dios no responderá. El alma queda perpleja al saber esto: pero si Dios es el que mayormente quiere mi bien, si Él anhela aún más que yo que yo acierte y haga con mi vida lo mejor que pueda; si ve que yo se lo pregunto con tanto interés, ¡cómo no me lo va a decir de alguna u otra manera! Pues no. ¿Por qué? Porque Dios es totalmente, sumamente respetuoso con nuestra libertad. Él nos ha creado libres, ¡cómo no va a respetar nuestra libertad! Si Él contestara en este momento, nos sentiríamos entonces un poco como obligados: después de que Dios me lo ha dicho, ¡cómo voy a poder hacer otra cosa! Y aunque esta cosa no me guste, aunque esta cosa yo no vea cómo ésta es la mejor, a mí me parece que no, que lo mejor podía ser otra cosa. Me siento entonces yo atado con esa respuesta de Dios. Y Dios no quiere atar a nadie, Dios es respetuoso con la libertad, ¡Dios se calla! Sin embargo, una persona que lleva en sus manos ese tesoro tan liviano de la vida de uno, que pasa volando tan delicado, querría realmente acertar. Y sabiendo que Dios tiene ese secreto, ¿cómo puedo hacer para arrebatar a Dios este secreto y enterarme de lo mejor que puedo hacer? ¿No hay alguna estratagema, no hay algún truco para robar a Dios esto que tanto me interesa? Pues sí, y muy simple, quizá no tan sencillo, pero muy simple. ¿Cuál? Si Dios calla porque respeta mi libertad, lo único que hace falta es que yo libremente le diga: sí, Dios mío, sí a este proyecto que Tú tienes para mí; puede ser que no acabe de entender ahora que sea el mejor; puede ser que no me guste; puede ser que me parezca difícil; puede ser que me parezca una locura; puede ser que sea totalmente distinto del que yo pensaba; no lo sé, pero sólo sé que éste ciertamente es el mejor, Tú lo sabes bien y no me engañas, y me amas. Por lo tanto, yo me confío enteramente a ti, ¡cómo me voy yo a fiar más en lo que yo piense! Yo me fío de ti, y yo de todo corazón, con sinceridad absoluta, te digo sí a este proyecto tuyo. Un sí rotundo, total, absoluto, irreversible y para siempre. Y entonces Jesús, Dios, nada más que oír esto, ya responderá, nos lo hará ver claro. ¿Cómo y cuándo? Dios tiene infinitas maneras de comunicarse con el Espíritu, pero cuando Él se comunique no nos quedará ninguna duda de que es Él y de lo que dice, ¡ninguna duda!

Somos humanos, somos limitados, y a la vez que hacemos este sí rotundo, sincero, podemos tener miedo también -eso es cierto-. Este miedo es como si pusiéramos a nuestro alrededor unas nubes, unas guatas, unos algodones, que quizá cuando Dios responda, por culpa de todo eso que ponemos, en algún momento dudemos si es voz de Dios o yo me engaño, si lo oigo bien o, ¿no será una ilusión mía? Uno puede tener dudas, pero esas dudas no son de Dios, no son a causa de Dios. Son a causa de las dificultades que yo pongo para oír nítidamente a Dios. Si logro ir rasgando estos velos, y dejar mis ojos límpidos, mis oídos sin obstáculos, con este sí rotundo, ¡Dios!, claro que lo oigo bien. No basta hacer trampas con Dios, no hay que hacer trampas con Dios de decir: bueno, ya que sé el secreto, le voy a decir sí, un sí rotundo total, cuando me lo haya dicho, porque entonces va a hablar, luego yo me repensaré si eso me gusta o no. No. Dios ya ve que queremos hacer trampas, y entonces sigue callado. Y entonces uno hasta podrá airarse: me han engañado, yo he dicho que sí y Dios no habla. Has dicho que sí, hipócrita, y por dentro estabas diciendo que ya veríamos.

Ha de ser un sí totalmente sincero. Y alguien podía decir; bueno, yo he dicho muchos si ya a Dios, sí quiero hacer tu voluntad, sí quiero seguirte, sí quiero escogerte siempre por encima de toda otra tentación que pueda venir, sí, yo he dicho muchos sí a Dios, y he hecho eso que usted me dice.

 

Mira, eso es como los enamorados, que durante su noviazgo se dicen muchos sí: ¿vamos al cine?, sí, ¿vamos a pasear?, sí, ¿vamos a este parque?, sí, ¿me quieres?, sí te quiero, ¿me quieres hoy menos que mañana y más que ayer?, sí, sí, sí, sí. Ninguno de estos sí, sin embargo, los hace esposos definitivamente y para siempre. Son sí necesarios que preparan otro sí con mayúscula, el que se dan en el sacramento al pie del altar: sí, una vez sólo, un sí único, pero un sí distinto de los anteriores, un sí definitivo, irreversible, absoluto, total y para siempre. Éste es el sí que hemos de darle a Dios, éste es el sí. Si lo damos sinceramente, luego ya toda nuestra vida es de otro modo: Dios habla.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 7 de Diciembre de 1986 en la Universidad de Barcelona

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