… recibid esta Eucaristía en esta fiesta vuestra de los cincuenta años. Vosotros sois farmacéuticos, yo soy médico, y ejercí muchos años la medicina. Por tanto, también muy devoto de san Cosme y san Damián, que son patrones tanto de la Medicina como de la Farmacia. Y, además, yo soy médico y por tanto muy cercano a vosotros en este sentido, también estoy cercano a cumplir los cincuenta años de haber acabado la carrera de médico, que fue en el año 43. Por tanto, yo comprendo esta alegría vuestra de haber llegado a esta meta, y la alegría también de encontrarnos, porque puede que haga ya años que no nos veíamos algunos de vosotros y yo, y con este motivo os reencontráis, y os reencontráis con vuestras esposas, bien acompañados de vuestras mujeres, e incluso hay una farmacéutica que está aquí con su marido; y tenéis en casa vuestros hijos. De manera que estáis ahora muy granadamente en la vida, mucho más que cuando acabasteis hace cincuenta años vuestra carrera.

Hoy es el último día del año litúrgico, por eso las lecturas hacen referencia al Apocalipsis, es decir, aquellos libros, aquellos textos proféticos que hacen referencia al final de todo. Como el final del mundo no sabemos cuándo será, sí que realmente está próximo el final de cada uno de nosotros, con cada uno de nosotros sí que se acaba pronto esta vida. Entre paréntesis, preguntaba alguien si esta misa podía servir para cumplir con el precepto de la misa de mañana, le tengo que decir que no, porque todavía es pronto, es a partir de la hora de la tarde cuando sirve, la misa del mediodía todavía es de hoy.

 

Y vosotros estáis en esta situación, en esta edad de plenitud, de vuestro trabajo, vuestro maravilloso trabajo, de un gran servicio al prójimo y a la sociedad, y que por eso también de que tenéis una cierta edad, estáis posiblemente en una situación de tener unas cuantas tentaciones. Y como precisamente, como dice aquí el Evangelio, es una hora en que todos nosotros nos podemos hacer ilusiones, este fin del mundo para nosotros no está tan lejos, pues no caigamos en tentación y que estemos derechos como un hombre, un ser humano bien hecho, bien sencillo para presentarse cuando sea al Señor. ¿Y cuáles son estas tentaciones?

Una podría ser un poco de nostalgia. Es decir: ¡ay!, en esta edad, si fuese más joven, si ahora tuviese treinta años menos, ¡qué bien estaría! No, es una vana tentación, porque nos tenemos que dar cuenta que nosotros somos hijos de nuestro padre y de nuestra madre, e hijos en aquel momento en que nos dieron la vida, porque nuestros padres en otros momentos habrían tenido otros hijos; si no se hubiesen conocido, nosotros no hubiésemos existido nunca jamás; y si se hubiesen casado con otras personas tendrían otros hijos, nosotros no. La única posibilidad de cada uno de nosotros de existir en medio del universo y en medio de los tiempos ha sido como hijos de nuestros padres en aquel momento, si no, no existiríamos. O sea, que nosotros, o existimos siendo quienes somos y como somos, o no existiríamos, y es una vanidad de vanidades pensar que yo hubiera podido existir, aunque mis padres no se hubiesen conocido, o bien en otras circunstancias, en otras épocas. O soy quien soy, o no existiría. Por lo tanto, ¡qué alegría tener la edad que tenemos, porque eso quiere decir que existimos! Y por el don de la fe creemos, además, que Dios nos dará una vida, su regalo eterno. ¡Qué alegría!

Pero somos quienes somos. No podemos soñar otros, porque veinte o treinta años después, serían más jóvenes, serían otros, o de otros padres, de otras personas, yo no sería nunca jamás. Entonces, ¡qué gozo tener la edad que tenemos!

 

La otra tentación que también es clara. Podemos caer en fondo en la soberbia de decir: yo hubiera existido, aunque mis padres no se hubiesen conocido. Pero yo no soy un ser necesario, soy un ser contingente; yo no era y podía no haber sido; y de mí no está seguir siendo, Dios es el que me resucitará.

Por lo tanto, no seamos soberbios creyéndonos dioses necesarios en este mundo.

 

Y la otra tentación que os decía es que digamos: ya somos mayores, no me gusta eso de tener que dejar esta vida. ¡Qué tentación! También es que nos creeríamos semidioses eternos. Es la gente que dice: vivir me gusta mucho, pero ¿vivir, aunque me tenga que morir?, no me gusta. Entonces es que preferiría tener una vida que no se acabase. Es decir, me gustaría una vida inmortal. Es decir, que no me gusta ser hombre [ser humano], querría ser un dios. ¡Oh, qué soberbia! O yo soy un hombre, o no existiría, porque no puedo ser otra cosa, soy quien soy o no existiría. Mi única posibilidad de existir en el universo, de abrir los ojos, contemplar una rosa y ver la belleza, y sentir la compañía de los seres queridos, es ser quien soy, un hombre, y un hombre no es un dios, es limitado. De manera que los que no existen, son los que no mueren. Tengo que morir, quiere decir que existo, ¡qué maravilla, qué maravilla! Por lo tanto, tenemos que abrazar con alegría nuestra muerte cuando llegue, porque mientras no abrace con alegría la muerte, no puedo acabar de abrazar con alegría la vida, y entonces vivo siempre con un fondo que, aunque esté contento, aunque celebre una fiesta, pero en el fondo tengo el “rau, rau” de que no acabo de abrazar con gozo esta vida mortal porque no me gusta, porque querría ser inmortal, querría ser un dios. No tengo la humildad de estar contento con lo que tengo y con lo que soy, que por otro lado es lo único que yo puedo ser: un hombre limitado.

 

Dos tentaciones que tenemos que (¿superar?). Y si dijese: ¿entonces la vida vale la pena, vivir, nacer, por qué hay que sufrir tanto? El sufrimiento es otro límite nuestro, y vosotros, ¡Cuánto sabéis del sufrimiento de la gente! ¿Vale la pena esta vida teniendo que acabarse? Yo os preguntaría: ¿no estáis contentos de haber nacido por haber podido acompañar con vuestra compañía a las personas que amáis? ¡Por nada del mundo! -diría uno-, no querría no haber nacido y dejar (¿de conocer/acompañar?) estas personas que yo quiero. Los hijos que tenéis, ¡si no fuera por vosotros! ¡Vale la pena existir, aunque haya que morir, para que esta alegría de ver el universo, de haber ajardinado, contribuir a ajardinar este universo tan maravilloso con vuestro trabajo, acompañar a los seres que queréis, y a los hijos que tenéis!

 

De manera que, vencidas estas tentaciones, aceptar con humildad lo que somos, es como podéis abrazar la vida, e incluso sentir que vuestra vida en adelante es la parte más maravillosa de vuestra vida. Somos mayores, pero ¡qué resortes tenemos dentro de la experiencia al ir haciendo fructificar todos los dolores y todas las alegrías que hemos tenido! A veces un paseo por aquel desierto -que yo he visitado alguna vez- del Próximo Oriente, arena, dunas, sequedad, no hay ni un árbol ni una fuente; y a primera vista se puede decir que qué terreno más árido. Y en cambio, aquellos terrenos, por debajo, profundamente tienen unos pozos de petróleo tan inmensos, un petróleo que ha necesitado años y años y años para hacerse, un petróleo tan rico de posibilidades y de transformaciones… Muchas veces puede pasar gente y ver gente mayor, gente vieja, calvos como yo, y decir: ¡qué ancianos son esta gente, no son hermosos, no florecen, no fructifican, ya no tienen productividad acentuada económicamente rentable a primera vista! Vosotros que celebráis los cincuenta años llenos de experiencias, de vida, de sufrimientos, de gozos, de sacrificios por los otros, que los amáis, que habéis sido tan queridos, que habéis querido tanto, quizá también habéis tenido dificultades profundas en vuestra vida. ¡Qué petróleo tan maravilloso tenéis en vuestro corazón y en vuestra alma, que si sabéis darlo todo, es un pozo de tantas posibilidades maravillosas para todos los que están a vuestro alrededor, y todos aquellos jóvenes que son los ciudadanos del día de mañana! Para todos, ¡tenéis tales resortes que ofrecer!

 

Para que estos tesoros los podáis dar, y sigan vivos, tened la humildad de aceptar gozosos lo que sois, seres humanos limitados, pero que, además, por el amor de Dios sabemos que además después también somos eternos.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 29 de Noviembre de 1986 en la Universidad

Comparte esta publicación

Deja un comentario