Os llamo amigos muy de verdad, aunque no nos hayamos visto antes. Pero sois amigos porque sois realmente hermanos míos en Cristo.

Habéis oído en la primera lectura de San Juan, que llamaba así también a los que le escuchaban: «Amigos míos.» Recordemos las palabras de Jesús allí en la última Cena: Ya no os llamaré siervos sino amigos, porque os he dado todo lo que yo tenía, todo lo que tenía que deciros; os he revelado que Dios es Padre que nos espera, y es Padre y es Amigo. Por eso os llamo así lleno de alegría.

Las circunstancias me han obligado ahora a hacer un viaje muy largo, desde CAlfredohile, desde casi el Polo Sur. Pero subiendo por diversos países de América. Y ahora estoy aquí con ustedes. Y vengo emocionado, porque en todos estos países he tenido ocasión de celebrar la Eucaristía y viendo siempre las iglesias llenas, como ésta en esta tarde. Y llenas de personas mayores, llenas de hombres y mujeres en su madurez, que están bregando en la vida para sacar adelante sus familias; llenas de jóvenes de ambos sexos, de niños y de niñas también. Llenas, y con qué devoción. Y esto, como digo, recorriendo toda América, causa verdadera impresión. También en muchas de ellas cantaban, había coros, aunque os he de decir que muchas veces no eran tan buenos ni cantaban tan bien como el coro que he oído esta tarde al principiar la misa. Pero, en fin, en todas partes hacen lo que pueden también. ¡Qué hermoso este pueblo de Dios que canta, que reza, que se reúne al unísono! ¡Qué hermoso espectáculo!

Yo os tengo que decir algunas palabras de homilía, pero sois vosotros con vuestra presencia los que me estáis predicando a mí una maravillosa homilía. También os he de decir que en ninguna parte de toda América he tenido la impresión, la satisfacción, la alegría de celebrar la misa con tantos diáconos. Ciertamente me acompaña uno, pero cuatro o cinco como hay aquí, pues en ninguna parte. Alguna vez, en las ordenaciones de un diácono, cuando el obispo lo ordena, pues sí, allí se reúnen todos los diáconos de la diócesis para acompañarlo, y uno ha concelebrado allí. Pero celebrar la misa dominical de hoy con otro sacerdote y reunidos con tantos diáconos, es la primera vez que me pasa en la vida, aquí y en cualquier otra parte. De manera que también eso es un motivo de edificación para mí, ver tanto diácono que consagra su vida, todo su tiempo disponible a ayudar a los presbíteros en esta labor de pastoreo. Realmente es un recuerdo que me llevo de aquí y que será verdaderamente inolvidable.

 

Hemos leído, y han escuchado ustedes, el evangelio de hoy, en que realmente se dice que el pastor es el que no abandona nunca a las ovejas. Juan Pablo II decía: soy pastor porque soy padre de todo el mundo. Esa es la raíz, tener corazón de padre. Y un pastor bueno, que lo es porque es un padre bueno, claro que no abandona a las ovejas, en ningún momento, y da su vida por ellas. Cristo lo hizo, lo recuerdan ustedes en la liturgia de Semana Santa de la que ha pasado tan poco tiempo. Dio su vida por todos, por los que eran presentes a Él, contemporáneos, pero por todos hasta el final de los siglos, por todos nosotros que estamos esta tarde aquí; más aún, por cada uno de nosotros la hubiera dado igual. Su amor es infinito, no tiene límite. Su generosidad no tiene fronteras ni en el espacio ni en el tiempo. Pero yo me atrevería a decir que hay mucha gente aquí, que estáis escuchándome, que sois padres de familia, que qué duda cabe que estáis dando vuestra vida por vuestros hijos. Los engendrasteis porque quisisteis, pero tomasteis entonces la responsabilidad de lo que hacíais. Y entonces vosotros, sin necesidad de jurarlo ni de prometéroslo, estáis dando todas las horas de vuestra vida por su bien, trabajando, haciendo que la casa sea agradable, que sea lo más cómoda posible, os esforzáis para que vayan a la escuela para darles educación en todo momento, y buena, incluso dentro de la casa con vuestro ejemplo; para que no les quede duda de que vosotros los queréis muchísimo con vuestro cariño, con vuestra ternura que les ofrecéis de continuo. La vida daríais por ellos si fuera necesario. Por eso sois buenos pastores de vuestra familia, porque sois profundamente padres.

No quiero alargarme esta noche, y termino nada más con un pensamiento. Jesús, lo sabéis vosotros bien, dijo allí en la última Cena una vez más: amaos los unos a los otros, como el Padre me ama a mí, y yo a vosotros. Perdonadme que diga «vosotros» pero es que yo, hablar como hablan ustedes tan dulce, tan hermosamente que dicen ustedes pues se me olvida; pero el fondo es lo mismo.

Pues amaos los unos a los otros como el Padre me ama a mí y yo os amo a ustedes. Es decir, antes, en el Viejo Testamento, las leyes de Dios dadas a Moisés decían: ama a los demás, al prójimo, como te amas a ti mismo. Por mucho que yo me ame a mí, es muy poco. Ahora bien, como los demás son tan personas como yo, pues he de esforzarme en amar a los demás como me amo mí.

Y a veces, de pequeño, había creído que, si hacía eso, ya era un santo. Cuando, si hacía eso, no era más, en todo caso, que un buen judío. Porque ser cristiano es mucho más. Es amar a los demás, no como yo me amo a mí, que por mucho que me pueda amar es un amor limitado. No. Como Dios me ama a mí, con la plenitud del Espíritu Santo. Un amor sin límites, siempre generoso, que perdona siempre, siempre leal, siempre despierto. Así tengo yo que amar a los demás. Pero no sólo es cuestión de cantidad de amor, que sólo lo puedo hacer llenándome de Espíritu Santo, recibiendo al Espíritu Santo en el Bautismo y en los demás sacramentos, y amando con el Espíritu Santo. No sólo es cuestión de cantidad. Es, además, una cuestión de calidad de amor, porque tengo que amar como Dios Padre me ama, es decir, con entrañas de Padre a todo el mundo, con una inmensa ternura, siempre abierto a recibir al hijo pródigo, siempre leal, aunque el hijo sea un criminal que está en la cárcel; para su madre sí, es así, pero es su hijo, y ella lo ama, y daría la vida por él.

Pues así hemos de amarnos unos a otros sin medida, pero, además, con corazón de padre, con corazón de madre, y así seremos cristianos de verdad.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 20 de Abril de 1991 en San José de las Matas, en República Dominicana

Comparte esta publicación

Deja un comentario