Me han pedido que predique esta homilía, y realmente es un gozo para mí hacerlo, como para cualquier otro que hubiera conocido a don Vicente.
Todas las personas a lo largo de la vida nos dejan una huella que puede ser mayor o menor, puede ser muy profunda y, por lo tanto, para bien o para mal. La huella que nos dejó a todos los que convivimos con él, los que tuvimos la oportunidad y la dicha de poderlo hacer, fue una huella muy profunda y para mucho bien.
Él era una persona extraordinaria, era una gran persona, eso, era una gran persona cristiana, y su ejemplo para nosotros siempre fue vivo, verdadero, sincero. Tele gramáticamente podíamos resumir el perfil de don Vicente diciendo una cosa muy extraordinaria: no mandaba, y era el fundador y era el rector del Colegio. No mandaba. Tenía el arte de hacernos sintónicos con las cosas que había que hacer, y ser verdaderamente adultos, responsables, y responsables juntos, corresponsables del Colegio. Sin mandar, todo iba muy bien.
Él era profundamente alegre siempre, siempre, y tremendamente serio con todas las cosas serias que ocurrían, que él tenía entre manos. Era muy digno, tenía una dignidad personal sin ninguna afectación, y le salía en todos sus gestos, en todas sus palabras y, sin embargo, esa dignidad estaba combinada con un grandísimo espíritu de servicio en todo momento y para todos. Era un gran señor y a la vez de una profunda humildad, siempre era de un certero consejo, se preocupaba de nosotros, nunca de sí mismo. Y como anécdota, podíamos decir que era el desespero de su madre, la marquesa de la Bastida: decía que le regalaba unos zapatos, y al poco tiempo ya no los tenía, etc., etc., era de un desprendimiento total. Y sabía destrenzar perfectamente en cada cosa lo que era importante de lo que era accidental y pura bagatela. Hablaba, hablaba lo justo y sabía escuchar, no se cansaba de escuchar. Tenía –eso estaba clarísimo– grandes ideas, y sin embargo era tremendamente realista, tocando de pies al suelo. Tenía una inteligencia muy viva y ocurrente. Nunca fue irónico ni mordaz, nunca. Tenía una caridad sin tasa, tanto que toda la herencia que recibió de su abuelo fundador de la Trasmediterránea, la empleó en la construcción de ese Colegio en la colina del cerro de San Vicente, que todavía podéis verlo sin terminar.
Era profundamente varonil y, sin embargo, utilizando la palabra no muy corriente, en absoluto nada machista. Tenía una delicadeza y un respeto a todas las mujeres verdaderamente, como hijas de Dios con toda la dignidad, y eso le venía esta profunda devoción mariana, que él tuvo en todo momento y nos inculcó, y prueba de esto es esta imagen que tenéis aquí, Madre de la Gracia, que él mandó hacer ex profeso con todo cariño, y en la que incluso los colegiales de entonces tenemos arte y parte, porque le dimos muchos martillazos a la piedra para poderla esculpir.
Era amable con todos, con todos nosotros y con toda la gente, con todos los laicos, con todas las personas de servicio y, cómo no, hasta con todos los pordioseros que se le acercaban, siempre amable, siempre con una sonrisa. Podíamos preguntarnos ahora: todas estas virtudes que él tenía de una manera que parecía que no le costaban nada, tan espontáneas, ¿de dónde le venían? Cuando uno ya es mayor, han pasado muchos años, y uno sabe contemplar o desea saberlo hacer con perspectiva la figura de don Vicente, descubre que todas estas virtudes tenían un fundamento que él cumplía maravillosamente bien, ese mandamiento fundamental de Jesús que a veces olvidamos y que, sin embargo, sin él no se pueden cumplir los otros mandamientos del amaos los unos a los otros, sed perfectos –es decir, amar a los enemigos–, sed unos. ¿Cuál es este mandamiento tan admirable? El otro día lo estábamos comentando en el Colegio: no juzguéis y no seréis juzgados. No recuerdo ahora que Vicente, desde esa perspectiva, juzgara nunca a nadie, nunca. Lo hacía por humildad, porque el que se atreve a juzgar, se cree que tiene todos los datos en su mano, que lo sabe todo y que puede emitir un juicio justo, como si uno fuera un dios que lo sabe todo. Él era lo suficientemente humilde para saber que no tenía todos los datos y ¿Quién podría juzgar? Él sí constataba los hechos y decía: eso es así, o eso está mal éticamente, esto que ocurre no es correcto, no es justo. Sabía, pues, constatar los acontecimientos. Sabía incluso diagnosticar a las personas, con mucha comprensión, sus limitaciones; sabía hacer un diagnóstico, pero nunca hizo un juicio de nadie, nunca. Respetaba profundamente a las personas porque eso era reconocer la libertad, esa libertad que nos ha dado Dios; y junto a esto, él no condenaba nunca, porque si uno juzga y condena, ¿Cómo puede amar?, es imposible. Por eso os decía que ese mandamiento es el mandamiento básico que nos permite después edificar el amor cristiano. No condenaba ni siquiera con el subterfugio de decir: pero deseo después ser yo magnánimo y condonar todas las culpas magnánimamente. Cuando uno ya condena, ya esteriliza el amor, porque perdonar no es juzgar, condenar y luego perdonar, no, perdonar es que aquéllos que se dicen que no me aman, que me ofenden, yo sencillamente perdono, es decir, les doy más dones todavía, sin juzgarlos, a ver si en la inundación de este amor mío producido en dones, así cambian y se les conquista para amar.
No quiero en absoluto alargarme, y voy a terminar con esta otra reflexión mucho más personal.
Cuando murió don Vicente, Juan Miguel estaba cuando esta noticia y recuerda el llanto, la tristeza, la pena que sentí y sentimos todos cuando nos reunimos alrededor de aquel cuerpo destrozado de Vicente por aquel terrible accidente, ¡cómo estábamos todos llenos de tristeza! Sin embargo, el evangelio de hoy dice: si yo me llevo o dejo a una persona, a ti ¿qué? Pues es verdad, hemos de ser como Job que decía: Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Dios tendrá sus buenas razones, Él hace bien las cosas, yo me abandono en Él. A nosotros nos parecía en aquel momento que la pérdida de Vicente era una gran tragedia. Sin embargo, Dios respeta la libertad de la gente, Él que la ha creado, la respeta más que nadie, Él no se inmiscuye en esa libertad. Sin embargo, Él desea que las cosas, la historia, vayan a su salvación, vayan… como una cadena, que todo el mundo rema, pero rema libremente, y cada uno a su aire, y claro, esa galera zigzaguea, ciertamente que no van todos a una sintónicos, no, cada uno va a veces contraponiéndose a los otros y, sin embargo, como digo, Dios quiere que esta galera llegue a puerto. Y ¿qué hace Cristo, sin interferir en nuestra libertad? Se sienta en el timón y va dando golpes de timón para compensar esos zigzagueos y que la nave llegue a su fin. Lo hace de muchas maneras, pero una manera, no cabe duda, es en la permisión de la muerte de las personas de un momento a otro. Si una persona no muere, sigue viviendo, su vida influye, las cosas van de una manera; si muere en un determinado momento, las cosas cambian y van por otro rumbo. Entonces, descubrir esto, que Dios, que no se ha comprometido a darnos la muerte en un momento u otro –dicen los evangelios que nunca lo sabremos–, no interfiere en la libertad –nos la ha conservado Él–, saber esto da una gran paz, saber que, con nuestra muerte, si la aceptamos con gozo, además estamos colaborando con Dios para esos golpes de timón de llevar la historia a su fin bueno.
Vicente, en este abandono, en esta sintonía y en este abandono en manos de Dios, seguro que él, en ese momento de la muerte, supo dejarse mover por Cristo para dar un golpe de timón a la historia. Eso consuela –también frente a nuestra muerte el ejemplo–, que siempre fue en todo vivo en Vicente, siempre, su actitud ante la muerte, que no fue en ese momento, que no sabemos pero que sí a lo largo de su vida lo podíamos intuir y palpar, no sólo la alegría de morir: tengo que morir, ¡qué bien!, eso quiere decir que existo, porque en este mundo los únicos que no mueren son los que no existen. Pues qué gozo que Dios haya permitido nuestra existencia en este mundo tan hermoso obra suya, que Él dijo que está bien, es bueno…; Él que dijo en la situación de pecado en que nos encontramos, incluso en esta situación: no juzguéis y no seréis juzgados.
Recordamos aquella escena de la adúltera en que escribe los pecados de los que la iban a condenar: el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra. Y se fueron. Y nosotros a veces pensamos: ¡qué desgraciados!, ¡cómo querían cebarse en aquella mujer! ¡Pero si han sido nuestro ejemplo, si son personas éstas que se fueron que nos dan ejemplo a nosotros de que les tenemos que imitar, que no podemos juzgar y así no seremos juzgados! Vicente nos dio este soberano ejemplo de esta serenidad en todo momento ante la muerte; no fue su único momento peligroso aquél en que él murió, sino que poco antes había tenido otro grave accidente. ¡Qué paz, qué sosiego, qué sintonía con Dios y qué abandono en Él! Estamos seguros, pues, que Vicente, abandonado en Dios, ha llegado a ese puerto final, ha desembarcado en la tierra firme, en esa tierra de un nuevo cielo, una nueva tierra. Amén.
Para los que le conocimos, verazmente Vicente es un santo.
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Palabras de don Javier Álvarez de Toledo. [Presbítero, director espiritual del Colegio durante más de 30 años.]
Agradezco mucho esta invitación que me hace el padre Rubio de decir unas palabras, que fundamentalmente van a consistir en alegrarme de que este espíritu litúrgico que actualmente estamos viviendo, es una continuación de aquel espíritu litúrgico que por primera vez en mi vida yo viví en el principio del Colegio de Santiago, después llamado El Salvador. Y sobre todo, en un espíritu litúrgico que no se quedaba en palabras, sino que se reflejaba después en la vida; y entonces, cuando este espíritu litúrgico existe, como veo también que existe aquí, que no solamente es una celebración más o menos, diríamos, artística, sino oración profundamente espiritual; hace entonces que las personas, los colegiales, y todos los de alrededor del Colegio también, este espíritu y este deseo santificador, pues que valga realmente para una unión cada vez más profunda entre todas las comunidades, toda esta comunidad y todas las personas que alrededor ayudan también a la confirmación del Colegio, y que con su conducta también ayudan a vivir un espíritu auténticamente cristiano y universal. Por eso pido al Señor que ese espíritu continúe de manera que su traspaso al ambiente donde vive, al ambiente de la universidad especialmente, que uno de los grupos de los colegiales llegue a tener también un espíritu auténticamente universal. Recuerdo ahora al primer colegial del Colegio que yo viví, que salió al extranjero y que está actualmente en el Camerún, donde lleva ya 25 años, y dentro de unos años que tiene de vacaciones, vendrá y podremos vivir unos días juntos, y entonces, yo le pido al Señor que ese espíritu universal ecuménico que aquí ya se ve también, especialmente con mirar las caras de todos los que estáis aquí, pues que siga adelante para que el auténtico espíritu que tuvo este Colegio, que tuvo también un espíritu ecuménico, un espíritu moderno, pero no moderno puramente superficial, sino moderno en el sentido de que la profundización de todo lo que se vive y de todo lo que se escucha, y todo lo que se estudia en la universidad tenga una finalidad no puramente humana, sino una finalidad sobrenatural que ayude a todos los que salgáis de este Colegio, y que todos los que estáis alrededor viváis como testigos del Evangelio y del Salvador.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 13 de Mayo de 1989 en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Salamanca.