La capilla llena de gente, de fieles, de amigos, de religiosas, saben que están aquí por una razón muy especial: por estos 70 años de la madre Inés, 70 años de vida religiosa. ¡Qué hermosura! Eso nos alegra verdaderamente el corazón a todos. No solamente porque son 70 años, que son 10 más que sesenta, no. Por estos 70 años tan llenos de dedicación a Dios, de dones de Dios para con ella, de alegría de la vocación, ver estos 70 años así, es lo que realmente alegra el corazón, el alma, de todos los que estamos aquí, y de otros muchos que no pueden estar aquí, pero que también nos acompañan hoy en esta ceremonia.
En la epístola que han leído hace un momento del apóstol san Pablo a Los Corintios, termina con una frase que yo querría ahora subrayar un poco: «Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro.»
Cuántas veces estas palabras de una manera o de otra, son un eco de la Sagrada Escritura que se repite en el alma de una persona consagrada a Dios, que siente el gozo de su corazón, que Cristo le pudo decir: te cogí por la mano derecha, y te conduje a donde yo quería. Y el Señor espera. Y qué gozo si esta alma también espera. Por eso decía yo, esos 70 años de fidelidad, ¡qué hermoso! Porque eso es para citar verdaderamente de la caridad. La caridad, este amor de Dios, este amor entre las divinas personas, del Padre al Hijo, del Hijo al Padre, este amor sustancial a la tercera persona de la Santísima Trinidad que viene a traernos Cristo para fundar su Reino de amor, de caridad aquí en la tierra. La caridad es verdaderamente fiel, no se inmuta, pase lo que pase, sigue siendo siempre abierta a recibir al que quiere cobijarse en la caridad, al que quiere arrepentirse setenta veces siete La caridad siempre es fiel, no se cansa nunca de esperar.
¡Qué hermoso ver una vida en que mutuamente han sido fieles! Qué belleza de espectáculo estamos contemplando hoy. Y una muestra que nos da de esta fidelidad, de esta caridad, es la alegría interior llena de suavidad, de paz y de dulzura de la madre Inés, sin ella saber siquiera. Esa alegría de vivir, y de vivir al servicio del Señor. Porque, ¿Cuál es el secreto para llegar a abrazar la vida? El secreto es saber abrazar con alegría nuestra muerte cuando Dios la disponga. Podemos tratar nosotros de alejarla lo más posible, cuidando nuestras enfermedades, no haciendo disparates con nuestras fuerzas. Tenemos el deber de desarrollar la vida, ese tesoro que Dios nos ha dado, lo más posible. Ella lo ha hecho. Pero a la vez, aceptar con alegría nuestra muerte, abrazarnos con alegría a nuestra muerte que no es nada ajeno a nosotros, es algo nuestro, es nuestro propio límite, no somos dioses. Y quien abraza con alegría la muerte, éste y sólo éste es el que puede abrazar con alegría nuestra vida que es mortal; porque si no se abraza con alegría la muerte, al ir a abrazar con alegría la vida, nos molesta que esta vida sea mortal; y esto entonces nos impide abrazar con gozo, de una manera total, absoluta, sin reservas, definitiva nuestra vida. ¡Ay de aquél que al intentar abrazar la vida se siente como frustrado!, porque, aunque les gusta vivir, les gustaría vivir de otra manera, que no fuera mortal, que fueran inmortales, es decir, que no están contentos de ser seres humanos, querrían ser dioses. Y como no están contentos de ser seres humanos que tienen límite, pues no pueden abrazar esta vida que no les gusta del todo. Y por eso, este disgusto, aunque quede en el inconsciente, se transpira en todas las palabras, en todos los gestos, en nuestras actitudes, en nuestras relaciones con los demás, a veces amargamos nuestro entorno, no estamos contentos de nosotros mismos. ¿Por qué? Porque no acabamos de abrazar con gozo la vida, porque nos molesta que sea mortal, es decir, no hemos hecho todavía la paz con nuestra muerte.
¡Qué hermosura es llegar a esta serenidad tan gozosa de abrazar nuestros límites! Así es como se puede vivir llenos de exultación, de gozo, de caridad y de servicio a los demás incansablemente.
En el Evangelio de hoy, que nos ha leído Juan Miguel, hay una frase también muy bonita, que me la ha sugerido un poco así, con una cierta ilusión y con una cierta gracia la propia madre Inés. Dice que curaron a los leprosos, y se fueron muy contentos, pero uno de ellos volvió a dar gracias al Señor, y era extranjero… ja, ja, ja… Ella dice que es extranjera aquí y está dando gracias al Señor con toda la alegría. Pues muy bien, realmente es verdad, es que muchas veces podemos pensar que otras personas consagradas, han llevado muchos años de su vida de consagración, y ¿Dónde están?: están en el Cielo. Pero realmente Jesús nos ha hecho el don para todos nosotros de que esta fiesta de los 70 años de la vida religiosa, que muchas personas celebrarán en el Cielo, nos ha hecho el don de que en la madre Inés, esta fiesta grande que habrá cada día por muchos religiosos y religiosas, tengamos alguna vez nosotros la ocasión de participar en ella alrededor de alguien que, por generosidad de Dios, nos deja para alegría de nuestro corazón para celebrarla aquí, en el Reino de los Cielos, en el Reino de Dios en la Tierra. De manera que agradecemos al Señor este regalo que nos hace con la madre Inés, que está aquí dando gracias al Señor.
Ustedes son Esclavas del Sagrado Corazón, pero, claro, ¡quién más sabrá que ustedes de esos misterios del amor que expresa el Sagrado Corazón! Toda la vida de la madre Inés está dedicada a vivir este carisma de ustedes, de su Congregación, este carisma que también les brota del corazón, por eso pertenecen a esa institución, a este carisma que habrá tenido tantas respuestas del Sagrado Corazón de Jesús en el fondo de los corazones de ustedes. ¡Qué maravilla!, qué misterio es en unos momentos en que en Europa había aquella sequedad del jansenismo, de aquella cosa que se había inficionado en el catolicismo que, precisamente, aquellas apariciones del Sagrado Corazón de Jesús y de las instituciones que nacen precisamente por ello, vuelven a inyectar jugo de vida, de caridad, de amor dentro de los corazones de los cristianos. Cuando viene Jesús es realmente a subrayar que Él se ha hecho hombre precisamente para nosotros tenerle cerca, poder ver cuánto ama, y cómo Él era la transparencia del Dios Padre. En un lenguaje moderno: la diapositiva transparente y con color verdadero y exacto del infinito amor de Dios Padre. Y ese corazón que ha palpitado de verdad, ese corazón de carne símbolo del amor, cómo ha palpitado con nuestro amor, cómo se le han acelerado las palpitaciones, de sufrimiento ante nuestros desaires, nuestros pecados, nuestros alejamientos, haciendo más difícil la conquista por parte de Él de nosotros. ¡Qué cercano lo veis, y cuánto nos ha de mover a nuestro propio corazón a devolverle amor por amor, bien por bien, caridad por caridad, cercanía por cercanía! ¡Qué hermosura!
Yo le pido al Sagrado Corazón de Jesús que verdaderamente inunde de gracias ese corazón de la madre Inés que tanto ha palpitado al unísono del Sagrado Corazón.
Gracias a la madre Inés, esta exalumna, María Jesús, al venir a Barcelona conectó con la madre Inés, con todas las Esclavas, y a través de María Jesús nosotros, siendo barceloneses y conociendo a muchas madres del Sagrado Corazón, pues nos hemos acercado también más -un exponente es que estamos celebrando esta liturgia-, y también Pepita -esta señora que está aquí- ha venido para, por una parte, que no se ponga vanidosa la madre Inés, porque si la madre Inés tiene 90 años, ella le lleva casi 8 años más, y ahí está, ¿verdad? Eso para que no se ponga vanidosa, je, je… Y por otra parte decirle a la madre Inés: ánimo, que tiene mucho por delante todavía que hacer en este mundo en su Congregación y con sus amistades, y todo el bien que hace.
Saben ustedes que la madre Inés es alemana, y ya hace muchos años, en la fiesta de la Inmaculada del año 11, ya fue Hija de María, al año siguiente, en esta misma fecha llegó a España. Después, a sus 20 años ingresó en esta Congregación donde celebra ahora los 70 años. Y en aquel ambiente alemán de distintos credos que repercute en todas las familias, ella ha sabido asumir y juntar en ella el ser católico y todo lo bueno que pueden tener otras confesiones cristianas que tantas personas ejemplares han dado y tantas buenas personas y madres de familia abnegadísimas, y ella ha sabido juntar eso siendo un ejemplo y testimonio vivo de ecumenismo, ahora que el ecumenismo es la preocupación más honda del santo padre. Él ha dicho que ese camino hacia la unidad es irreversible, y es lo que más urge en la Iglesia. Nosotros mismos estamos dentro de muchos movimientos ecuménicos; acabo yo de estar en Londres hace poco en un congreso magnífico en que hemos participado en las liturgias de todos. No hemos podido todavía comulgar, eso no, pero sí leer las lecturas en las celebraciones de unos y de otros, y vamos este octubre al congreso siguiente en la abadía de Trier [Tréveris] en Alemania, benedictina. Y yo diría que eso es ahora, desde el Concilio, hace unos años; pero diría que la madre Schnell ha sido siempre un testimonio ella misma, una luz encendida de ecumenismo vivo “avant la lettre”, podríamos decir. Por tantos méritos de su vida que ella no querrá que vayamos diciendo ahora, yo le pido al Sagrado Corazón de Jesús que la siga bendiciendo, que le dé mucha felicidad en su corazón, haga mucho bien a los que tiene cerca y a los que tiene lejos, y así le dé mucha gloria al Señor.
Para terminar esta breve homilía, le querría leer con su permiso un soneto que escribí camino de aquí, precisamente en Nueva York, cuando ya venía, y que creo que expresa bien ese soneto -se queda corto, por supuesto- el espíritu de caridad, de relación con Dios de la madre Inés, madura con tantos años de servicio al Señor. Lo titulo «Soneto a Dios», dice así:
Soneto a Dios *
Señor, porque te amo, no te temo.
Y por saberte a Ti mi defensor
tampoco temo al mundo ni al dolor
ni al que me venga a atacar blasfemo
aunque me sienta solo en un eremo
pues no es así, que siempre estás, Señor,
muy cerca en el desierto atronador
al igual que en los mares mientras remo.
No te temo, Señor, porque te amo
ni temo a nadie porque en Ti confío
ni a ninguna traición, porque te llamo
y sé que estás, pues nunca te alejaste.
No te temo, Señor, porque eres mío
y sé que para esto me creaste.
*[escrito en casa de su amigo Anthony Calimeri, en Phelps , Nueva York, el 12 de marzo de 1985]
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 28 de Marzo de 1985