En la primera lectura, primero llaman a la gente, a esta persona: tú, hijo de Adán. Luego, Jesús se llamará hijo del hombre, que es lo mismo. Y le llaman así: hijo de Adán. O sea, no solamente eres un hijo de tu papaíto, de tu mamaíta, sino que eres un representante de la Humanidad, de todo el Pueblo de Israel: tú, hijo de Adán. O sea, eres un hombre.
No seas rebelde como la casa rebelde. O sea, no seáis rebeldes como la casa de los diablos, que es la gran casa rebelde, el infierno; no seas así. Ni de las casas rebeldes que hay en la Tierra, el mundo, que no es más que una sucursal del infierno, donde hay poder, luchas, odios, rencores, ambiciones, poner la confianza en las riquezas, etc., frente a la casa del Cielo que es la Iglesia, el Reino de Dios, representantes de la gran Casa del Padre del Cielo.
[Ez 2, 8-3,4] Abre la boca y come lo que te doy. Y entonces con la mano extendida, dice Ezequiel: … lo desarrolló ante mí, estaba escrito en el anverso y en el reverso, tenía escritas elegías, lamentos y ¡ayes!
Realmente son estas quejas frente a esa casa rebelde. ¡Qué pena cuando vemos a los hombres inmersos en estas casas rebeldes, Dios mío, qué pena, qué temor…! Da quejidos, como dice aquí, ¡ayes! Recordáis el otro día aquel soneto mío: ¡ay Señor, qué pena, qué quejidos!
Y me dijo: hijo de Adán -o sea, hombres-, come lo que tienes ahí, cómete este rollo, y una vez que lo hayas comido -quiere decir que lo has entendido, lo has asimilado, lo has hecho carne de tu carne- vete a hablar a la casa de Israel, casa rebelde. Abrí la boca y me dio a comer el volumen diciéndome: hijo de Adán, aliméntate bien y sacia tus entrañas con este volumen que te doy.
Eso nos recuerda que realmente esta imagen de comer una cosa es para asimilarla y hacerla propia de uno. Cuántas veces dicen las madres a los hijos: ¡te quiero tanto, te comería a besos. Y Cristo nos dice: éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, quien come de mi carne y bebe mi sangre tendrá salvación. Es decir, todas sus palabras, todo su mensaje, Él mismo es el mensaje viviente.
Dice: Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel. O sea, es eso que eran unos quejidos, eran unos ¡ayes! Sin embargo, si lo hacemos nosotros carne de nuestra carne, espíritu de nuestro espíritu, nos harán dulce la miel, porque eso quiere decir que los exclamaremos también desde el amor, porque los amamos, porque nos dolemos de sus yerros, de sus desvíos; entonces ese amor se nos convierte en miel.
Hijo de Adán, hombre, anda, vete a la Casa de Israel y diles mis palabras. Bien, nosotros también tendremos que decir a las ovejas que nos dirá el Evangelio luego, con esa sencillez, esa humildad de niños pequeños, que recibimos con docilidad, con un gran cariño que se nos hace miel…, iremos a decirles a las ovejas perdidas: ¡pero hombre!, ¿no veis cómo sufre?, ¿Cómo sufre Dios que te ama, sufrimos nosotros que te amamos? ¡Ay Señor! Ven, ven al redil, recibe toda la gracia de tu Padre.
Pues bien, que nuestra vida sea siempre así, recibir y hacer nuestra, verdadero alimento, verdadera bebida, todo ese amor de Dios que se manifiesta en su presencia, en haberse sacrificado por nosotros para ir por el mundo a buscar ovejas perdidas.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 11 de Agosto de 1992 en Trujillo