El evangelio que la litúrgica pone para la fiesta de Santa Teresa, nos viene como anillo al dedo para este final que hemos tenido que pasar del nivel natural, o de nivel intermedio, a este nivel de revelación, de fe y de gracia.
“En aquel tiempo, Jesús exclamó: te doy gracias, Padre, Señor de Cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla.” A los “sabios” según el mundo, según las cosas del mundo; puede ser muy sabios realmente, pero se quedan en ello, cierran los ojos y no ven que hay luz, y siguen haciendo todo lo que pueden. Pero qué pena, no abren los ojos a esta luz que se les da. “Entendidos”, parece tener esta palabra un sentido peyorativo; hay gente que son sabios de verdad, de buena fe, aunque cierren los ojos. Pero hay otros que además se lo creen -serán más o menos sabios -, presumen. La gente les llama los entendidos, se lo dicen ellos mismos, y ¡qué pena! En cambio las personas que sin ser tan sabios – y por supuesto ni se lo creen ni se lo dicen los demás-, abren los ojos , y a pesar de ser sencillas, con la Revelación alcanzan la verdadera sabiduría.
“Y se las has revelado a la gente sencilla. Sí Padre, así te ha parecido mejor.” ¡Qué hermoso que cuando quisiéramos saber lo mejor que podemos hacer en cada momento imitáramos a Dios Padre!, que revela lo mejor de su tesoro de cómo es Él a la gente sencilla. Además, porque no es soberbia, no se engríe de su saber y no se pone vanidosa queriendo parecer entendida, porque es humilde, sabe lo que sabe y precisamente porque sabe lo que sabe no sabe otras muchas cosas de los misterios de Dios. Y por lo tanto lo recibe con gozo y eso es lo mejor. ¡Si supiéramos imitar a Dios también de saber valorar a estas personas humildes en su corazón para dedicarnos a ellas con preferencia! Porque es que aunque nos dediquemos a los soberbios es inútil, están acorazados y es inútil lo que hagamos les resbala todo. Nuestro quehacer ha de ir preferentemente a las personas que abren los ojos a la luz y desean abrir el corazón aun más a la misma gracia.
“Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a que el Hijo se lo quiera revelar.” ¡Qué hermoso es querer entonces estar injertados en Cristo para participar en esta revelación que Él, el gran comunicador del Padre, nos viene a hacer!
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.” Él nos va a aliviar, nos dice a continuación; cargad con mi yugo y haced el esfuerzo de aprender de mí. ¡Hombre!, pero ¿no nos ibas a decir que nos ibas a aliviar?, ¡sí, estamos bastantes cansados para otra tarea!, ¿cargar el yugo y tener que aprender? Me acuerdo de uno de ustedes que ya está tan cansado y tan agobiado con tantas cosas y encima le llama el señor obispo y le encarga otro apostolado y otro más, ¡hombre, pero por Dios!, ¿no estoy cansado y dices que me vas ayudar?, y encima me cargas con más yugos y con más obligaciones de atender cosas… Es el misterio, es una paradoja, a los sabios de este mundo esto le parece una contradicción in terminis y algo absurdo que diga si estáis cansados venid y os ayudo, y cargad mi yugo y aprended esto, aquello y lo otro. Sin embargo, para el sencillo, el que recibe la iluminación de la fe porque abre su corazón y ama porque recibe al otro, eso lo entiende. Cuanto más pegados estamos con el yugo de Cristo de la nueva ley aprendemos el mensaje que Él nos da en la Escritura, en la Tradición, más podemos hacer descansada y desagobiadamente todo lo que tenemos que hacer en este mundo. Les salen alas para hacer nuestros trabajos, nuestras obligaciones, nuestros deberes, las misiones que tengamos encomendadas, ¡alas! Cuanto más santa es la persona más cosas puede hacer, con mayor intensidad. Parece sobrehumano que lo puede resistir, y es que ella vive de esta paradoja que no es contradicción -lo es para los sabios de este mundo-, pero es clarísimo para la sabiduría de Dios.
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Cuando uno es manso y humilde de corazón, encuentra descanso por muy cansado y agobiado que esté y aunque le encarguen más cosas, encuentra el descanso si aprende a ser manso y humilde de corazón. ¿Por qué? Porque lo que más cansa no son los trabajos que tenemos que hacer. Lo que es un peso que agobia es nuestra soberbia y nuestra falta de mansedumbre, nuestra vanidad, eso sí que cansa. Lo dice Cristo: si queréis tener el yugo de la vanidad, del orgullo, cansa mucho. Una mujer tiene que ir bien arreglada, tiene que asistir a los sitios como debe ir, claro que sí, pero esas mujeres que están agobiadas por la vanidad de querer ser la mujer más elegante de España, que quiere salir en las revistas del corazón, tienen que ir de punta en blanco. Tienen que cambiar diez veces cada día de atuendo, debe tener unos armarios gigantescos y viajar con cinco baúles, ¡oye, cansadísimo, y carísimo!, y desde luego lo que tendrán que hacer estas mujeres para tener dinero para todo eso, quien sabe qué, ¡horrible, cansadísimas!, agobia mucho. En cambio, realmente estando con sencillez, con humildad, con alegría en la mansedumbre, en la humildad de corazón… se hacen muchas cosas y se hacen buenos papeles, y no se hace el ridículo. Quizás a veces estas personas, de tanto querer presumir, acaban haciendo el ridículo. ¡Qué ligero es entonces el yugo!, porque lo que pesa es eso; porque mi yugo, ése que tenéis que cargar, es llevadero, mi carga ligera, tan ligera que nos da alas.
Pues bien, es difícil el yugo, el peso de la convivencia entre las personas, que tenemos tantos defectos en nuestro natural modo de ser. Sigamos a Cristo, carguemos con su yugo de mansedumbre, de humildad, de amor, aprendamos de Él, y esa carga se hará ligerísima y entonces podremos llevar la convivencia sintiendo alas de gozo en nuestro corazón.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Jueves 15 de octubre de 1987 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra