En este día de la Resurrección, como ha dicho Juan Miguel al empezar la celebración, la fiesta más grande de toda la cristiandad, tengo alegría de poder pronunciar esta homilía, –breve, por supuesto, mi cansancio es grande–, esta homilía sobre la Resurrección de Jesús.
Yo diría que, si la leemos así, con ojos serenos y objetivos, hasta tiene rasgos muy graciosos. Ahí van las mujeres, anuncian lo que han visto, y por una parte no se las acaban de creer; para ese día todavía en el mundo las mujeres siempre se consideraban algo, o mucho, histéricas; y por otro lado nunca una mujer, ¡nunca!, era digna de ser testigo de nada, no valían. Y ayer bien recordábamos precisamente ese día de la Claraesperanza, el día de la liberación absoluta de la mujer de toda esclavitud. Pues bien, el Evangelio refleja aún estas circunstancias, pero los discípulos más amados de Jesús, Pedro, Juan, van a ver, quieren ellos, ¡quiénes sino ellos iban a tener un atisbo de esta nueva situación de la mujer en el mundo gracias a María, gracias a la Redención, a la Liberación que nos viene a dar Jesús! Y como digo, es otro detalle que también hace sonreír. En Barcelona, saben ustedes, se han celebrado hace poco las olimpiadas; bien, cómo corren allá aquellos jóvenes preparados de todas partes para competir en aquellas carreras. Evidentemente aquí vemos una carrera olímpica impresionante, única en el mundo, entre Juan, 17 años, 18, joven, en la plenitud de sus fuerzas, corre para llegar al sepulcro. Pedro, hombre entrado en años, casado, con suegra, con esposa, con hija, por lo menos una que se sepa, también corre, también es un hombre vigoroso, buen marinero, está acostumbrado a trabajos duros, pero claro, no tiene aquella flexibilidad, aquel impulso de los 18 años de Juan; y le sigue, y corre, y jadea, pero el otro había llegado antes. Pero el otro que había llegado antes, por reverencia al maestro, es decir, a Pedro, que el propio Maestro Jesús le había puesto como cabeza de ellos, no se atreve a entrar, espera también anhelante que llegue Pedro. Y Pedro al fin llegó y entraron, y vieron. Y vieron lo que les habían dicho las mujeres, y vieron –lo explica muy específicamente el Evangelio– cómo estaban dobladas de una manera las sábanas y cómo ese lienzo que le habían puesto por toda la cara y el cuerpo; lo señala mucho así. Realmente cuando uno visita la reliquia del sudario, esa sábana de Turín que, según la tradición, es ésa que tan específicamente dicen los Evangelios, y venciendo toda clase de pruebas científicas, las más fuertes, incluso de la Nasa, vienen a especificar que realmente era el “sindone” que había envuelto a Cristo; para colmo, unas pruebas de la Nasa hace poco negaban la autenticidad; poco después, los mismos que emitieron este papel se negaron a sí mismos, porque lo habían hecho por pura resistencia ante estas cosas evidentes de Dios, cuando tantas pruebas y de tantas partes y de tantas universidades, etc., las hay.
Pues bien, Juan corrió, Pedro un poco menos, nosotros mucho menos…
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… pero también para contemplar y creer.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 3 de Abril de 194 en Hermosillo, Sonora, México