Hoy, que es el día de amor fraterno, contamos aquí con algunos que son de México y con otros que son también de lejos, haré que todos me entiendan en un gesto de fraternidad
Hoy es el día de amor fraterno, en que deseamos que, en el mundo, la gente se ame en vez de odiarse. Que la gente piense en los demás en vez de pensar sólo en sí mismos. Parece que esto tendría que ser sencillo cuando tantas cosas nos incitan a amar a los demás ante el miedo a la soledad y a quedarnos solos. ¡Qué triste es quedarse solo!, ¡qué triste es estar en el mundo ensimismado, y viendo que si uno se muere a nadie le importa! Decía un psicólogo que, si una persona llega a sentir esto de que nadie se preocupe por mi muerte, de que nadie la sienta, de que yo viva o muera… que eso es una causa de suicidio: ¿para qué?
Uno necesita sentir que entre todos hay cariño. Es una necesidad. Luego, es tan frecuente encontrar personas a las que uno quiere bien porque nacen unos lazos de simpatía, de amistad. Además, es mucho más hermoso amar que tener resentimientos, que odiar; es más alegre, es más hermoso.
Todo esto, que es el miedo a la soledad, y que espontáneamente surge el aprecio hacia otras personas, y eso da alegría al corazón, resulta que ha de ser misteriosamente difícil, porque ¡cómo se odia la gente, ¡cómo están unos contra otros, siempre zahiriéndose, con ironías que arañan, que hacen sangrar, que duelen, que alejan a las personas unas de otras! Y si esto se da a nivel pequeño (familiar, de vecinos…), pues a un nivel más grande produce guerras.
¿Cómo, pareciendo que amar es más hermoso y más fácil, nos empeñamos en lo que es más difícil, que es no amar? ¡Qué misterio!
Pues bien, hoy es el día en que desearíamos hacer este cambio en nuestro corazón: amarse los unos a los otros.
Hace dos días estaba yo parado en una carretera e íbamos a marchar con el coche. Éramos cuatro personas y cabía otro. En eso llegaron unos muchachos cargados con sus mochilas. Yo les dije que tenía un sitio para coger a uno, incluso con una mochila grande. En ese grupo, había una chica, y la galantería pudo, y dijeron pues que viniera la chica. Muy bien. Entonces yo les ofrecí otra solución, y es que yo sabía que por allí había una furgoneta que podría recoger a tres, porque también iba muy completa. Y les dije que, si esperaban, si tenían paciencia, cabrían tres más en esa furgoneta que iban cuatro. Ellos encontraron que eso era una buena solución, pues ya era el atardecer, ya no eran horas fáciles como para hacer auto stop durante mucho tiempo. Y dijeron que sí. Pero uno de ellos dijo una palabra muy grosera que no puedo repetir. Yo me quedé verdaderamente triste, porque se les ofrecía la posibilidad pensando quién es el que está más cansado, o más joven… Yo pensé que ese grupo no vivía en un reino de caridad, de amor de unos a los otros, y así quería -el que había llegado primero o era más fuerte- aprovechar la primera ocasión que se presentara, y que los demás se pudrieran, se chincharan. No miran por los demás. Me quedé tristísimo. Porque si aquellos muchachos vivieran en el cielo, se habrían planteado esto, de ver quién era el que menos podía andar, o al menos dolerse de que uno tuviera que caminar. No viven en el reino de la caridad.
Esta solución de Cristo, que sigue siendo la única permanente, eficaz, será la solución de todos los problemas del mundo: que nos amemos los unos a los otros. Pero no de cualquier manera, no meramente con nuestras pobres energías que se cansen de amar. Nuestro corazón se cansa de correr, de trabajar, se cansa de amar, y, por tanto, no vale.
Hemos de procurar amarnos los unos a los otros con esta fuerza misteriosa que Cristo señala: como el Padre me ama a mí, y yo os amo a vosotros. Vemos muy claro cómo Jesús, un hombre, verdadero hombre, nos ama a nosotros. No dudó en sacrificar su vida. Podía no haberlo hecho, podía haberse dedicado a trabajar tranquilamente en Nazaret con su taller, bien querido, bien visto… Y no, se lanzó a predicar esta solución. Podía haberse escabullido, podía no haber dado la cara, podía haberlo hecho en un tono menor. No. Lo hizo jugándose el tipo, jugándose la cara, jugándose la vida.
Así es como nos hemos de amar los unos a los otros, no con nuestro pobre corazón, que se cansa. Sino amando tanto que estamos dispuestos a dar la vida por los otros. Y si estamos dispuestos a dar la vida los unos por los otros, cuánto más tendremos que estar dispuestos a dar nuestro tiempo, que es nuestra vida, nuestros minutos, nuestras horas, nuestras energías, nuestra inteligencia… Darnos en todo a los demás. Si, hemos de estar dispuestos a darnos, también y, para empezar, todo el contenido de nuestra vida. Compartir, dar nuestro sacrificio, minuto a minuto.
Esto es hermoso, da gozo, alegría. Pero en esta imitación que hemos de hacer de Jesús, hay todavía un trasfondo más difícil. Porque Él dice que nos amemos los unos a los otros como Él nos ama, que da la vida por nosotros. Sí, pero hay mucho más. Da la vida por nosotros en unos momentos en que él mismo nos lo dirá después en Getsemaní, y poco después en la cruz, sintiéndose incluso abandonado de este Padre que le ama: como el Padre me ama a mí, yo os amo a vosotros; pero yo os amo a vosotros, aunque en algún momento no note que Dios Padre me ama a mí. Seguir amando, y seguir dispuesto a dar la vida, aunque todo sea negro, aunque no sienta ni el amor de Dios, ni el amor de los demás. Y, sin embargo, seguir con fe oscura amando, dándose, y dando también la vida.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 4 de Abril de 1985 en el Santuario de la Murtra