Hoy hemos celebrado la Eucaristía en la catedral para conmemorar a santa Eulalia, que recordamos todos los meses y hoy también para conmemorar a San Alfredo. Es muy curioso ver este evangelio de San Juan sobre el bautismo de Jesús, que no espera Jesús a que, por los acontecimientos que ya se podían prever, que encarcelen a Juan y entonces le impidan seguir bautizando, y así tomar Él el revelo para seguir adelante con el camino nuevo que venía a predicar. No, Juan bautiza como el que viene a preparar los caminos del Señor, pero aun antes de terminar su tarea, parece como si tuviera impaciencia de empezar a predicar la Buena Nueva y bautizar también, pero ya con el Espíritu, como anuncia Juan Bautista que hará “ el que viene detrás de mí”. Evidentemente en los trenes vemos que pasa un vagón y pasa el otro, pero es que están unidos. Pues aquí ocurre un poco eso, no es que pase Juan Bautista por un lado y Jesús por otro, sino unidos. De manera que mientras bautiza Juan, mientras va corriendo el vagón de Juan también ya empieza a correr el vagón de Jesús, están unidos y están enganchados, y antes de que termine su misión por estar encarcelado, ya la empezó Cristo también allí, “en la otra orilla”. Lo dice muy hermosamente a los fariseos que le van a preguntar: se originó entonces una discusión entre un Judío y los discípulos de Juan acerca de la purificación. Ellos fueron a Juan y le dijeron: oye, Rabí, el que estaba contigo en la otra orilla del Jordán, de quien tú has dado testimonio, ése está bautizando y todo el mundo acude a él. ¡En la otra orilla! Y eso es lo que pasa, que entre el Viejo Testamento y el Nuevo Testamento -¡es la otra orilla!-, hay realmente un hiato, un río que cruzar, el río de este Bautismo verdadero bautizados en el Espíritu Santo.
Mirad, nada más os digo una cosa que es muy bonita y con eso termino la homilía. En el Viejo Testamento aparece Adán, pero mayor, ya un hombre adulto, un hombre que es capaz de cultivar el paraíso, porque si no lo cultiva y no lo riega en aquellos lugares del Tigris y del Éufrates, tierra llena de calor y de sequedad, se seca; si llevas agua es frondosísimo, pero si dejas de regar, en una semana se seca todo. Adán cultivaba el paraíso, lo dice el Génesis. Está contento de tener a Eva y está contento de poner nombre a las cosas, en fin, es un hombre adulto, tan adulto que usa de su libertad para pecar inteligentemente, cayendo en la tentación de soberbia de querer ser como Dios. O sea, que en el Viejo Testamento nos han escamoteado, nos han robado la niñez; no consta, no existe la niñez de Adán, Adán niño. Es un adulto de entrada y Eva también. Por eso, porque no hay nada infantil en el Viejo Testamento, la sociología, la economía, la política, todo lo que sale de ahí es un menosprecio a la mujer, porque consideran que el hombre tiene toda la semilla, la mujer es pura tierra y si es mala se cambia y los niños no tienen ningún valor. Hasta que un niño no llegaba a la adolescencia y no era un hombre teniendo entonces el misterio de la transmisión de la vida, no tenía ningún valor. Eran puros esclavos de los padres que podían matarlos si querían, y nadie podía condenar al padre. No tenían valor hasta que no eran hombres, y cuando llegaban a la adolescencia, ya eran ciudadanos del pueblo elegido. Ni los niños ni las mujeres. Las mujeres porque creían que no tenían la transmisión de la vida, y los niños, porque no existía el concepto niño como algo válido, porque Adán era Adán.
En la capilla Sixtina está aquel Dios de Miguel Ángel con gesto imperativo y Adán desnudo apoyado; está tocando con el dedo a Dios que le da la vida; es un hombre hecho y derecho. Hay que esperar a la otra orilla, hay que esperar la Revelación plena de Dios, hay que esperar al evangelio para que en él se nos hable de la infancia de Jesús. Es decir, esto es un escándalo para los Judíos. Primero María, madre del Dios encarnado, ¿poner a María en una categoría al parigual, o más, de San José?, ¡qué escándalo! Segundo, que Dios encarnado no se hace un hombre adulto, se hace niño y nace en Belén y es pequeñito. Hay tantos cuadros que recordáis de Jesús jugando con San Juan, en que están los dos desnudos con un pájaro chapoteando en el agua o recibiendo la lluvia como una novedad, pues son niños, y es ¡otro escándalo! Siendo la niñez algo que no contaba, ¿Cómo Dios va a humillarse haciéndose niño?
Hay una herejía que todos conocéis, es el adopcionismo, en que dice que Cristo era Dios, pero no desde el principio, sino que cuando fue adulto y empezó a predicar, entonces lo arrebató Dios y Dios moró en Jesús. Ése era el adopcionismo. Porque no les cabía en la cabeza que Dios pudiera estar en un niño, eso era denigrante para ellos. Así el Viejo Testamento nos roba la niñez, no descubre la niñez, hace a Adán una persona grande de entrada, y la niñez entonces es algo que no vale la pena, que hay que marginarse, que no tiene interés. Llega el Nuevo Testamento para revalorizar a María y revalorizar no sólo a los niños, sino también a ese niño que llevamos dentro. Porque Dios se ha hecho niño. Y nosotros que somos una imagen de la Trinidad, como os decía, pues ésa, la memoria, el ser niño que llevamos dentro, tenemos que dejar que se esponje, que se rehaga bien porque lo tenemos muy machacado, muy retorcido y escondido dentro de una caja cerrada en que el pobre está muy maltrecho; liberarlo, dejarle que se esponje tener conversación con él para que crezca bien, para que nos aguante dentro como una osamenta buena. Porque ser niño es algo grande, porque Dios se hizo niño.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Martes 12 de enero de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra