Estamos en la octava de Navidad que es conmemoración, como nos recuerda el evangelio, de la Presentación de Jesús en el templo, el ponerle nombre. Mientras una madre está esperando un niño, discute ya con su esposo, los padrinos, las madrinas, la familia, qué nombre va a tener este niño o esta niña; si es niño queremos que se llame así, si es niña queremos que se llame asá. Muchas veces esto es motivo de discusiones, a veces agrias, entre la familia que quiere imponer el criterio de los abuelos, o de los padres, o de los padrinos. Es difícil a veces llegar a un consenso, a un estar todos de acuerdo. A veces este desacuerdo llega hasta el momento del Bautismo en que incluso en esa circunstancia quieren poner sus nombres.
Pero menos frecuente es que la gente piense en poner un nombre cuando todavía el niño no ha sido concebido. A quien se lo van a poner, no tienen la seguridad de que llegue a existir, ni saben cómo ni cuándo. En cambio ahí se ven aquellos planes misteriosos de Dios que están en sintonía también con la libertad humana, Dios, que es como la savia de nuestra existencia, sube por nosotros mismos, por nuestra libertad, y Él se hace libertad de nuestra libertad. En estos planes suyos, no sólo respetadores de nuestra libertad sino también amadores y causantes de la misma, hace que este ser que todavía no está concebido, el Ángel ya lo anuncie a María, lo anuncie a José: se llama Jesús, el Salvador, Emmanuel, porque en realidad sí que existe este Jesús. En su persona divina el Verbo existe desde siempre y todas las cosas han sido hechas por Él. No es poner nombre a algo inexistente y vacío; es poner nombre a algo que es el Existente.
Es lógico que tenga nombre de ser concebido como ser humano en el seno de María; Jesús, el Salvador, Dios con nosotros, Emmanuel. Tiene un nombre cercano, un nombre al alcance de nuestra mano, al alcance de nuestro corazón. Es un nombre que se dice fácilmente con nuestra voz. Hermoso nombre por lo que pueden estar contentas las personas que lo llevan. Hay regiones, naciones, que no se atreven nunca a poner este nombre a un niño, a una niña; les parece demasiado nombre para un ser humano. Sin embargo todos los seres humanos, unidos injertados en Cristo, somos otros cristos, otros Jesuses; todos nos llamamos Jesús.
Pues bien, en este día de hoy vamos a pedir a María Madre de Dios, María Madre de la verdadera vida, María que llevó su niño al templo para ponerle nombre – ese nombre dicho de antes-, María que tiene reciente y nosotros también, el recuerdo de esa octava de la fiesta de la Navidad, María que ha sido escogida en tal día como hoy advocación de la paz por el papa Juan Pablo II , Madre de la Paz, de una paz llena de gozo, llena de alegría, llena de esperanza. Madre de esta paz alegre y esperanzada, que es la que verdaderamente engendra amor, ese amor de Dios tan respetuoso, tan amante. Pues en esta Eucaristía pidamos a María que realmente nos ilumine en este año que empieza, 1988, que nos acerca al fin del segundo milenio con tantas esperanzas para el tercer milenio de la vida de la Iglesia, la promoción total de la mujer en el mundo, en la sociedad, en todas las naciones, y en la Iglesia, por supuesto, de manos de María. Pidamos a María que realmente nos bendiga y haga también realidad aquello que creemos que es bueno, que es importante en estos momentos para construir al Reino de Dios; la Universidad Albertiana.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Viernes 1 de enero de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra