En otra ocasión comentamos algún aspecto de este evangelio. Hoy nos podríamos fijar en alguna otra frase, Juan estaba bautizando. Estaba Juan con los discípulos y fijándose en Jesús que pasaba dijo: Éste es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían, les preguntó, etc. Juan señala con una frase de los profetas que entendía muy bien. Decía Isaías que al Mesías, al esperado, al prometido, también se le llamaba el Cordero de Dios, el verdadero Cordero que expiaría las culpas de todo el mundo y, derramaría su sangre, nos rescataría y nos salvaría. Cuando Juan Bautista dice a los discípulos: Éste es el Mesías, el Cordero de Dios, sabe muy bien lo que quiere decir, y ellos se van detrás de Él con deseos de conocerle, de escucharle. Es un hombre, es Jesús de Nazaret, pueden verle, pueden darle la mano, pueden preguntarle donde vive. El Cordero de Dios es un símbolo. Es una gran ventaja que a Dios, hecho Carne, se le pueda oír, ver, escuchar y se le representa con una figura de ser humano. Con un ser humano es posible dialogar.
El Espíritu Santo está en unas condiciones un poco desiguales, porque de esta frase de las palabras del bautismo de Juan, cuando se abren los Cielos, nos cuenta el evangelista que bajó el Espíritu Santo sobre Jesús cuando salió de las aguas del bautismo. Dice: bajó suavemente como el vuelo de una paloma. O sea, como una paloma viene el Espíritu Santo a nosotros en son de paz, en son de cariño, en son de confianza, como una paloma, igual, no a picotearnos para herirnos o sacarnos los ojos como un cuervo, sino como una paloma. Pero la paloma no es una persona. No es que el Espíritu Santo se encarne en forma de paloma como se encarnó el Verbo de Jesús de Nazaret. No es un símbolo como lo es el cordero para representar a Cristo, igual, pero el Espíritu Santo es también una persona como el Verbo. Así como se encarnó el Verbo en una naturaleza humana concreta Jesús de Nazaret, hijo de María, el Espíritu Santo se encarna en toda la Iglesia, en todos los miembros vivos de la Iglesia. Los miembros tienen pecado, es como si se gangrenaran, pero están en gracia si tienen la vida del Espíritu Santo, si son templos vivos del Espíritu Santo, miembros vivos de la Iglesia, el Espíritu Santo está encarnado en ellos, está encarnado en nosotros. Puede decir San Pablo: ya no soy yo quien vive en mí, es Dios quien vive en mí. Si el Espíritu Santo vive en nosotros, nuestra persona queda tan absorbida maravillosamente como la luz de una vela que, si le pongo yo la luz grande de un avión, la llama de la vela queda absorbida en la llama de ese avión grande, tanto que lo que se ve más es la llama grande del avión; aunque se les ponga juntas. Se puede decir que ya no soy yo quien alumbro, ya no soy yo quien vive en mí, ya no soy yo quien alumbra mi persona, mi cuerpo, sino que es Dios, Él es quien llena todo mi cuerpo, el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es una persona, no lo olvidemos. Nosotros somos personas humanas, somos personas analógicamente a las que llamamos personas divinas; hay un salto transcendental entre una persona humana y una persona divina. Decir a ambos persona, solamente se puede decir en sentido analógico: Dios es persona pero de una manera grandiosísima, en plenitud, infinita. Pero es curioso que las tres personas divinas, que son distintas, cada una es persona y son distintas entre sí, tampoco son unívocas: cada una es cada una. Entre una y otra hay que hacer un salto transcendental, son también analógicamente iguales, pero no son unívocamente iguales entre sí, también son analógicas. Las tres son plenas de la naturaleza divina, en eso son iguales. La analogía consiste en que en algo se es igual y en algo no. Pues ellas son iguales en que poseen la naturaleza divina, pero son distintas; uno es el origen, el otro es el originado y el Espíritu Santo procede de los dos. Entonces uno, cuando se relaciona con una persona, con otra y otra, las tres relaciones son diferentes, porque si las personas son distintas, las relaciones no son iguales. La relación es distinta porque el binomio de las dos personas es distinto. Es diferente mi relación con Dios Padre, distinta mi relación con el Verbo y distinta también mi relación con el Espíritu Santo.
Desde pequeños en las oraciones nos dirigimos al Padre, nos dirigimos a Jesús también. Claro está que terminamos todas las oraciones: por Jesucristo nuestro Señor en unidad contigo y con el Espíritu Santo. Sabemos que el Espíritu Santo lo recibimos en una gracia y que esta gracia es el amor de Dios, pero no acabamos de saberlo ver como una persona que tiene su corazoncito, tiene su libertad, tiene su inteligencia, que es una persona capaz de establecer una relación, precisamente es el amigo por excelencia. No recuerdo que de pequeño me enseñaran ninguna oración al Espíritu Santo. A veces en los periódicos salen oraciones al Espíritu Santo, pero en plan de supersticiones absurdas. Pero qué bien que nos enseñaran a rezar al Espíritu Santo. Se le representa en forma de paloma, de lenguas de fuego, pero no olvidemos que sólo son cosas; Él es una persona.
Vamos a pedir en esta Eucaristía al Espíritu Santo, dócil per se, hablar con Él. En nuestras casas llamamos por teléfono por cualquier cosa, no lo pensamos dos veces, ni tenemos paciencia de esperar a las ocho de la noche que es la hora más barata. No nos importa no ver a la persona, que la persona esté lejos; incluso le hablamos y no la hemos visto nunca, no sabemos cómo es y llegamos a hablarle. El Espíritu Santo está en nosotros y sabemos muchas cosas de Él. ¡Cuándo nos decidiremos también a coger el auricular de nuestro corazón y hablar al Espíritu Santo, que no está lejos, está en el mismo corazón!
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Lunes 18 de enero de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra