La llamada solemne que hace Jesús tiene dos partes. Dice: “Llamó a los que quiso”. Claro está que dirá en otra parte que Jesús llama a aquellos que ve que Dios Padre le pone cerca precisamente para que los llame, o sea que en esto cumple un deseo de Dios Padre de llamar a determinadas personas. Llama a los que Él quiere en nombre del Padre, porque los quiere el Padre. Pero hay una segunda parte: responden libremente y afirmativamente, quieren seguirle, responden y se van con Él.
Realmente estamos aquí porque hemos sentido en nuestro corazón esta misteriosa llamada de Dios a ser sus instrumentos para realizar lo que Dios Padre desea de nosotros y libremente.
Es curioso que nombra a este grupo, y hay algunos que tienen un sobrenombre, y otros lo que tienen es una característica, un apellido para diferenciarlos de otros que se llaman igual que ellos. Es el caso de Simón, Pedro se llamaba Simón, pero luego hay otro Simón, el cananeo, es decir que era de Caná de Galilea, y en cambio Simón, Pedro, parece que era de Cafanaún. Luego está otro que es Santiago, y luego hay otro también, y para diferenciarlo del otro le llaman el de Alfeo. Por otra parte cita también con un título a Pedro que, llamándose Simón, le pone Pedro, o sea, que es el fundamento. A Santiago y a Juan, que por aquel carácter tan impetuoso que tenían les llama los hijos del trueno, Boanerges, los truenos. Después también desgraciadamente a Judas, porque hay dos Judas también, hay Judas Tadeo y luego Judas Iscariote, que se diferencia del otro, pero pone una apostilla: el que le entregó.
Nuevamente ya aquí, que uno sea Pedro, piedra fundamental, que los otros tengan ese carácter de trueno, que los otros tengan un apellido para diferenciarse de otros que se llaman igual, bueno, ya es mucho que Pedro sea piedra, que los otros sean de tan mal genio que quieran hacer bajar fuego a cada momento para quemar y destruir a los enemigos de Jesús. Lo terrible es eso último: Judas Iscariote que le entregó. Lo peor en la amistad es la traición. En las amistades, como no somos dioses, puede haber de más y de menos, momentos más felices, momentos de disgusto, de niña, de discrepancias en la manera de solucionar un problema o de enfocar y ver un asunto, eso es normal. Es normal porque cuando nos amamos como amigos, como padres e hijos, como hermanos, como esposos, no somos dioses, es normal. Lo que mata, lo que asesina la amistad es la traición, vender al amigo. Por treinta monedas como hizo Judas, o por otras ambiciones para conseguir unos fines, en fin, hay muchas clases de monedas, pero eso es lo que asesina y mata la amistad. La amistad sobrevive a todas esas enfermedades de nuestro límite; puede ser un poco el distanciamiento, a veces hasta el olvido, el silencio, la lejanía, pero eso no mata, la amistad se puede reavivar cuando se reencuentra la gente. La traición es una puñalada trapera que asesina la amistad.
¡Qué horrible pensar que en aquel grupo de amigos, de discípulos tan amados de Cristo, en ese grupo, el más grande de la tierra, hubo una traición!
Realmente no nos ha de sorprender que haya traición en tantos grupos de amigos que hay por el mundo, unos unidos por ideales de partidos políticos, otros por deseos de pasarlo bien organizando lo que sea, fiestas, juegos, viajes, fines de semana, clubes de deporte. ¡Qué de extrañar será que también algunos sean capaces de vender la amistad para alcanzar con ello otros deseos, otras ambiciones! ¡Qué horrible es eso! Nosotros no podemos asegurar, cuando organizamos o promovemos formar grupos de amistad, que no nos creamos súper dioses de creer que eso a nosotros no nos pasará. No es la traición meramente, que alguien se aleje definitivamente de un grupo – eso ya es doloroso -, la traición es que, al irse, roba todo lo bueno recibido, roba todas las confidencias, todas aquellas cosas que son tan íntimas que sólo los amigos se dicen. Y precisamente de la esencia de la traición es que esto se lo lleva el traidor y lo desparrama, y lo publica a los cuatro vientos. Los favores recibidos, los sinsabores pasados, los secretos de los que él ha sido partícipe, todo ese tesoro que es precisamente el entramado de la amistad, lo dinamita, lo ventea, quizás hasta con orgullo, quizás hasta presumiendo, ¡quién sabe!, lo pisotea, lo distribuye a jirones. Aquellos que quizás ávidamente, también por intereses rastreros, se quieren hacer con parte de este botín. ¡Qué dura cosa es esa!
Se comprende que Judas quedara horrorizado de lo que había hecho, que había costado la vida a su ex-amigo. Jesús, por su parte, le recibió dejándose incluso dar un beso, un beso que es una rúbrica de amistad: “¿con un beso me traicionas?” Podías entregarme de un empujón, de un puntapié, de una bofetada, me podías haber entregado echándome desde lo más alto de las escaleras en manos de los enemigos, hubiera sido mejor, me entregaste con un beso. Es la traición de las traiciones, utilizar precisamente el beso como contraseña para entregarlo cuando el beso es una expresión finísima de amistad. ¡Qué culminación de traición ésa de utilizar incluso signos de amistad para serlo de traición! Quedaría tan arrepentido, tan horrorizado, que devolvió el dinero, aquello que había podido conseguir con su traición y sin poderlo arreglar. Precisamente porque no lo podía arreglar se colgó de un árbol. Es de esperar, quién sabe, nada es dogmático, si esto sirvió de penitencia, de arrepentimiento y si la misericordia infinita de Dios, quién sabe; pero de tejas abajo, ¡qué terrible!
Iremos por el mundo e iremos repartiendo amistad, iremos haciendo partícipes de nuestra intimidad a las personas amigas, y no nos ha de impedir el hacerlo el pensar, el casi saber con certeza que algún día habrá un traidor, y que nos costará caro. Pero no por miedo a ello hemos de impedir la alegría de vivir la amistad. Cuando esto llegue, que puede llegar – si le llegó a Jesús, ¡cómo no nos va a legar a los demás! -, pues habrá que ser mansos corderos y a pesar de todo seguir amando al traidor. Pero sobre todo, hemos de tener ánimo de que eso no nos ha de asustar y entonces cerrar las fuentes y los caños de nuestra amistad por miedo, eso no, porque nos privaríamos de lo mejor en este mundo que es ser amigos y privaríamos a los demás de nuestra amistad, ¡tantos se la merecerán aunque hubiere un traidor! No es eso lo más importante que quiero subrayar en estos momentos, sino algo todavía más hondo a lo que hemos de estar atentos: no ser nunca nosotros traidores, nunca. ¿Qué me traicionan?, ¡bendito sea Dios!, será una cosa más para parecernos a Cristo. Pero eso sí, pidamos para que jamás seamos nosotros traidores.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Viernes 22 de enero de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra