No hay que decir que después de tantas peripecias que he pasado tan lejos y tan cerca a la vez, tan entrañablemente cerca como está ese Sur y ese Oeste de Chile, pues me alegra enormemente estar aquí con vosotros, este grano de mostaza que sois, pero que vais a dar un árbol grande donde se cobijarán hasta las aves del cielo, como dice el Evangelio.

 

Pero, ¿Qué os querría decir yo a vosotros, pequeño grupito? Algo que desde que he llegado lo llevo tan en el corazón, en un tremendo peso del corazón. Lo hablé primero con Juan Miguel nada más llegar al aeropuerto de Madrid, que me recibió con otras personas, Claraeulalias de Madrid y otras personas. Y enseguida lo cogí y lo llevé a una parte, y le conté esto telegráficamente, en pocas palabras, pero creo que transmití aun en pocas palabras todo esto que os quiero decir. Luego, al llegar a Barcelona, lo estuve hablando con Agustín. Y también de pie, pero también creo que el captó –estoy seguro– esa cuestión. Después lo he hablado brevemente con alguno más, algunos que estáis aquí. Pero estoy seguro que incluso éstos no se van a molestar de que lo repita hoy aquí estando algunos más de vosotros, un pequeño grupito, pero que es un pequeño grupo que está lleno de vida, lleno de gracia de Dios, que sois receptáculos maravillosos para poderos decir yo esta cosa, aunque seáis pequeños, pocos; no importa. Cada uno de vosotros es una semilla que el Espíritu Santo lleva al mundo entero. Bien, ¿de qué se trata?

Estando yo en Chile, ya había regresado del hospital, y se empeñaron en que viera yo una película que era muy famosa, y que yo no la había visto. Sabía de qué iba, y sabía que era muy bella, tanto por la fotografía como por la música, vagamente conocía yo el argumento. [Se refiere a la película «Memorias de África».] Y querían verla en la televisión, que la daban esta noche, por la misma fama de la película. Y yo dije: bueno, pues la voy a ver. Y la vi. Yo diría que eso fue un poco el disparador de la cuestión, por lo visto. Se acabó la película, todos nos fuimos, cada uno a su cuarto, y yo creo que allí fue verdaderamente una gracia de Dios muy especial eso que os voy a contar. De pronto es como si una persona abre la ventana de un rascacielos y está allí en el último piso y se asoma, y uno siente un vértigo de golpe. Bueno, pues es como si a uno lo asomaran en algo mucho más tremendo que mirar desde la altura del rascacielos a la calle con vértigo, como digo. Es mirar y le entra a uno una angustia horrorosa: todo el dolor de la gente en el mundo. Y no solamente el dolor que tanta gente en estos momentos en este mundo están sufriendo, sino lo que sufrido toda la humanidad a través de toda la historia. Es como si te cayera encima un Everest; es poca cosa; es como si cayera encima de vosotros toda una cordillera del Himalaya. Os sentís abrumados al recibir este peso inmenso del dolor de la gente. Pero aquí es donde hay que distinguir las cosas; porque hay dolores que son sacrificios que la gente hacen por amor: una mujer que se levanta temprano, atiende a los hijos, los lleva la escuela, les prepara el desayuno, lava la ropa, luego tiene que salir a comprar, preparar la casa, ir a trabajar incluso, volver, ir a buscar a los niños… Bueno, esto claro que le da muchos trabajos, muchas molestias, está muy sacrificada, a veces estará cansada, a veces tendrá dolor de cabeza…, pero lo hace por amor a sus hijos. Ver este dolor da dulzura, da una sonrisa maravillosa al ver qué heroicas son las personas sacrificándose por otras personas que aman, ¡por amor! No, esto no es parte de este inmenso Himalaya que sentís; eso es una alabanza a Dios, ver a la gente cómo se sacrifican por otros por amor. No. Lo que sentís en ese momento es esta pesadumbre inmensa del sufrimiento de la gente estúpido, un sufrimiento que no tiene sentido, un sufrimiento que procede de esos rencores, de esas ambiciones de unos con otros; es decir, de hacer amarga, amargar la vida de los demás sin razón ni sentido. Y eso, si pensáis un poco lo que ocurre a vuestro alrededor mirando un poco a la gente, ¡cómo se amargan unos a otros y cómo se pisan unos a otros! Parece como si hubiera una locura sádica, masoquista también, de sufrir estúpidamente un dolor que no sirve para nada, que no tiene sentido. Y entonces yo creo que sentir esto es profundizar lo que verdaderamente sentiría de hastío, de dolor, Jesús en Getsemaní, o en la cruz; que Él, así, con este sacrificio dolorosísimo de amor para rescatar a la gente de esta estupidez, de este dolor inútil, de ese matarse unos a otros tan inútilmente; sentir esto, cuando Dios quería y quiso, y nos lo dijo Cristo en el Evangelio: amaos unos otros como Yo os amo, como Dios os ama; y vosotros estáis estropeando totalmente la Creación, perdiendo el tiempo con vuestra inteligencia y vuestra libertad que las usáis solamente, no para amar, sino al revés, para desamar, y amargándoos unos a otros.

 

¡Qué vaciedad, qué estupidez! Éste es el dolor que uno siente. Yo confieso con toda la intimidad que ya no dormí en toda la noche; me la pasé llorando, pero llorando trágicamente, llorando con desespero de ver qué tontería hay en el mundo, qué dolor tan inútil. Y escribí un soneto al final allí en la madrugada en que decía: ese sentir, ese intenso sentir ese dolor del dolor inmenso de la gente, que es un dolor estúpido, que no sirve para ganar Cielo, ni para ganar paz ni alegría ni felicidad, ni de uno ni de los demás, porque se les amarga.

 

[Ese soneto del que hace mención podría ser este compuesto en Chile.

 

FiiT+

Medianoche

12 al 13-IV-93

 

Soneto con estrambote, pues el dolor lo es

 

 

Siento dolor inmenso, del inmenso

dolor de la gente. ¡Ay, Señor!

¿Por qué – ¡por qué! – no viven con amor

y se aman todos con amor muy denso?

 

Si es hermoso ¿por qué no habrá consenso?

¡Que dejen ya las armas del rencor,

del odiarse y del mutuo deshonor!

¡Dejen el corazón, todo indefenso!

 

¡Cuánto se ayudarían en sus penas,

limitaciones y necesidades!

y, además, ¡con tan poco esfuerzo apenas!

 

Mi corazón se ahoga, siempre viendo

que, en vez de amor, cultívanse maldades.

Y uno tras otro, inútil van muriendo…

 

Comprendo, Cristo, que sufrieras tanto

de ver a todos, tanto padeciendo;

sin nunca amarte ni escuchar tu llanto.

 

 

                                                                                                                       Alfredo]

 

Yo creo que esto hago bien en decíroslo, en trasmitíroslo, porque es verdaderamente acompañar a Cristo en la cruz; éste era su dolor, más que los propios físicos porque se lo hacía por amor, los soportaría, ¡pero ver ese hastío ante Él, ante ese espectáculo del mundo!

 

Nos ha de hacer pensar mucho esto también: ¿somos nosotros un instrumento de este dolor inútil, de este pisotear y machacar y marchitar lo que Dios quiere de esa estimación mutua, llena de luz que siembra en el mundo? Si la gente conservara todas sus energías y no las tuvieran destrozadas, dilapidadas, machacadas por esas actitudes; si tuvieran todas las energías, cuánto se arreglarían todos los problemas que la gente tienen de necesidades, de dificultades sociales en todos los sentidos, políticas…, se arreglaría como por ensalmo. ¡Cuánto se ayudarían y se harían mucho más ligeros esos sacrificios del amor! ¡Cuánto más habría una jugosidad maravillosa en el mundo que hiciera florecer nuestros corazones! ¡Qué maravilla reconstruir el plan de Dios tan hermoso y tan feliz, anticipo del Cielo! ¡Pero mirar estas cordilleras de montañas pisando a todas las gentes a lo largo de miles de años en la historia! Naturalmente pensamos en Cristo en la cruz con todo su sufrimiento, claro, en el Calvario. Pero fijaos, al lado de Cristo ya había dos crucificados que pasaban también, no está hondura de sufrimiento de Cristo al darse cuenta de la estupidez del mundo, pero pasaban ellos realmente también un dolor; y después fueron los romanos y sacrificaron más de 30.000 judíos, los crucificaron igual, ¡cuánto padecieron! Bueno, y a lo largo del mundo las guerras. ¿Qué está pasando ahora tan cerca de nosotros, en Yugoslavia? ¿Y qué ha pasado en el Golfo, y en todas partes, y esos terrorismos? Bien, no sois terroristas, pero ¿hacéis felices a los que tenéis a vuestro alrededor, al alcance de vuestra mano? O bien, en vez de esto, con mil tonterías, con mil insignificancias, ponemos amargura a nuestro alrededor. ¿Por qué, de qué sirve?

No sé explicaros; lo que sentí aquella noche es verdaderamente inexplicable, pero es tan hondo que difícilmente lo puedo contar y casi sin volver a ponerme a llorar.

 

[Fin de la homilía.]

 

[Posteriormente, parece que allí en la misma capilla, comenta algo más de esa película y de ese sentimiento].

 

Es una película de imágenes preciosas de África, de Kenia precisamente, que es una mujer que su familia tiene unas posesiones cuando dominan los ingleses en el siglo pasado. Ella va y está allí un tiempo y es muy bella. ¿Cómo se llama?

 

Alguien. – «Memorias de África.»

 

Alfredo. – Puede ser, supongo que sí, aunque allí tiene otro nombre, pero me imagino. Es una mujer de Dinamarca… Desde el principio al final difícilmente quizá podíamos hacer con nuestros medios una película que demostrara más el dolor estúpido. No es más que un sufrimiento tan sin razones, tan tonto ese sufrimiento. Y no solamente entre los personajes blancos, sino en la relación de los blancos con los negros, en que en cada escena dices: bueno, y ¿por qué sufren, por qué se sufren, por qué se hacen sufrir…? O sea, realmente es una película de éstas que yo digo que me gustaría a mí ir haciendo una biblioteca de tantas películas, no hechas por nosotros, y sin embargo son maravillosas para explicar tantas cosas del realismo existencial y de todo lo que estamos diciendo. ¡Oh!, podríamos hacer una biblioteca maravillosa de ilustración de lo que estamos diciendo, ¡qué maravilla!, desde aquella de «Regreso al futuro», magnífica, y tantas otras. Yo tengo 2 docenas de películas así, ¡qué maravilla! Bueno, ésta es una. Es la esterilidad total del dolor de todos los personajes que, en vez de hacerse felices, no hacen más que ser causas unos de otros de un dolor profundo, pero estúpido.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 22 de Mayo de 1993 en la capilla de la Universidad de Barcelona

Comparte esta publicación

Deja un comentario