En la primera lectura, que es del profeta Isaías, habéis oído eso que es tan hermoso, tan poético a la vez: oíd la palabra del Señor, escuchad la enseñanza de Dios, lavaos, purificaos, no hagáis nada malo, aprended a obrar el bien; ahora venid, dice el Señor, y yo os lavaré y haré que quedéis limpios como la nieve, y aunque estéis manchados con un rojo escarlata, quedaréis como blanca lana; si sabéis obedecer, comeréis lo sabroso de la tierra. Son todas estas palabras que son dichas tiernamente, podemos verlo así realmente, por un padre a un hijo, a un hijo que es inexperto, a un hijo que no tiene experiencia de la vida, un hijo que tropieza, se cae, se ensucia con el barro, y le dice: si sabes obedecer, verás, comerás lo sabroso de la tierra y tantas cosas.

 

A cierta gente estas lecturas les parecen: ¡bah!, otra vez que parece que Dios quiere imponernos todo, que lo sabe todo, que nosotros somos unos inútiles, que nosotros no sabemos nada, que no nos deja una autonomía de obrar para nosotros saber manejarnos en este mundo, ya somos mayores. No ven lo que decíamos antes, que para estar con Dios hay que tener psicología de niño, psicología de joven, de inexperto todavía, de que, lejos de enfadarnos con los padres de que nos quieran transmitir toda su sabiduría, toda su experiencia, que lo hacen porque nos aman, con un cariño grande, hemos de tener esta psicología de: si no nos hacemos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos de Dios Padre. Y eso que podía parecer ofensivo a una persona mayor, es de lo más bonito, de lo más poético, de lo más natural dicho por un padre a su hijo: ven que te lavaré, aunque te hayas manchado con sangre al darte un coscorrón, quedarás blanco como la lana.

 

Venid ahora, sentémonos –dice aquí–, sentémonos a charlar, dice el Señor, lavaos, estad bien limpios, etc. –todo lo que les dice–, aprended a obrad el bien, yo os lo voy a enseñar. ¡Qué hermoso es, lejos de que esas palabras nos puedan servir el ser como una ofensa, al revés, ver un diálogo tiernísimo del hijo con el padre, y del padre con el hijo!

 

En el Evangelio de San Mateo Jesús llama la atención de aquéllos que en el Viejo Testamento todavía se sienten maestros especializados de la ley y de todos los profetas, y lo dicen, y por eso Jesús dice: bueno, haced lo que os dicen, pero no hagáis lo que hacen, porque ellos no hacen, no son ejemplo bueno de aquello mismo que dicen, por lo tanto, en este caso no les hagáis caso. Y aquí da una visión del Viejo Testamento y que los que están en la cátedra de Moisés lo transmiten, por lo menos de palabra, y que hay que hacerlo, porque todo el Viejo Testamento, que es la Revelación de Yahvé, que es la lucha que tiene Yahvé con esos hijos a veces tan díscolos y que se buscan tantos males porque no le obedecen, porque ya creen que saben más que Dios, y ya no obedecen a Dios Padre a través de los profetas, y Dios viene a corregirles otra vez y a esperarles con los brazos abiertos. Todo el Viejo Testamento es esta manifestación de Dios Padre a la humanidad que pasó de los primeros años, o milenios, de que son como los niños pequeños, que no se dan cuenta todavía, no pueden relacionarse con los padres, no pueden dialogar, no pueden recibir sus enseñanzas, son como animalitos, gatean y suben. Bueno, pues la humanidad pasó por largos miles de años en que eran así, como infantes gateando, descubriendo, poniendo el dedo en el enchufe y quemándose, dándoles la corriente y descubriendo el fuego y descubriendo… Y llega un momento en que ya, ya pueden ponerse de pie, ya saben hablar, ya saben entender, ya pueden escuchar a Dios Padre y pueden escuchar a todos los profetas, ya pueden tener una relación plena de corazón y de mente con Dios Padre, y es el Viejo Testamento, Yahvé.

 

Y luego viene Cristo y entonces descubrimos esta segunda persona de la Santísima Trinidad, que ya organiza Iglesia, que ya, como decíamos antes, ya es Reino de Dios, ya es el Esposo, es otra fase.

 

Y luego viene el Espíritu Santo en Pentecostés a inaugurar en la historia esta fase definitiva de llevarnos, de dejarnos llevar y de descubrir y vivir el Misterio de la Trinidad.

Pero qué bueno es que empecemos por saber ser hijos, hijos dóciles. Y la docilidad no es una virtud, la docilidad es un carisma. La virtud es la virtud de la obediencia, y virtud quiere decir que es algo que se alcanza con el esfuerzo que hace uno para querer tener esta virtud. Ser obediente cuesta esfuerzo, eso es difícil, es dificultoso, nos cuesta tiempo para decidirnos a empezar a serlo; luego, cuando lo somos, no es muy gratificante a veces esto, y luego los resultados tampoco se ven muy esplendorosos en esta lucha de querer y no querer, y querer ser obediente y no serlo, y caer.

 

La docilidad es otra cosa, es un don de Dios. La docilidad no es la obediencia, es algo distinto, es algo que está por arriba. El que es dócil y lleno de fe, ¡ah, enseguida!, cuando le dicen algo, ¡enseguida!, su felicidad la haya en no demorar un momento en poner en práctica lo que le dicen, y, además, haciéndolo, es como se siente más feliz. Y, además, haciendo eso, le resulta todo mucho más fácil, hacer eso en vez de hacer otra cosa, ¡y los resultados de la docilidad son una maravilla!

 

Pidamos, incluso a los judíos que ya están en el Cielo y que se dieron tantos testarazos en la cabeza por falta de docilidad, dureza de cerviz, que no querían doblegar su cerviz creyendo que ellos ya, como pasa con tantos jóvenes y adolescentes, que creen que ellos saben más que toda la familia junta, que los padres, los abuelos y los tatarabuelos y todo el mundo, que sus criterios son mucho más adecuados ¡pobres, cuántos “morronazos” se darán! Bueno, pues éstos que se dieron tantos “morronazos”, ya están en el Cielo a pesar de todo por la misericordia de Dios, que nos ayuden, los mismos judíos, a sabernos sentir hijos pequeños, dóciles frente a Yahvé.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 25 de Febrero de 1986 en las Hijas de María Inmaculada, Barcelona

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