Este evangelio nos pone una meditación en este tiempo de cuaresma; y una cuaresma la de este año en la que estamos todos tan atribulados y no sólo por los motivos de la patria de cada cual -hay motivos de preocupación por las violencias que hay aquí, en España y en otras partes-, sino por este estallido de violencia en la guerra del Golfo, donde en unas semanas han muerto más de cien mil personas en un solo bando. Y en el otro, no tantas, claro está, aunque tampoco se sabe exactamente. ¡Cuántas familias de luto, cuántas esposas e hijos, novias, padres…! Y el mundo es así, parece que no progresa. Ciertamente la técnica ha progresado mucho, pero el corazón del hombre sigue siendo igual que en la prehistoria; se peleaba a pedrada limpia, porque no había otra cosa, o con hachas de piedra, pero trataban de solucionar sus problemas por la fuerza, no por la razón, no por el derecho, no por un diálogo para solucionar las cuestiones. En el siglo XX, en el siglo de las luces, ha mejorado la técnica, ya no se lanzan piedras la gente, se lanzan bombas, y quizá bombas atómicas. Pero el corazón igual. Para solucionar los conflictos, unos y otros recurren a la fuerza. Igual. Como si el corazón no hubiera progresado nada en estos milenios, en estos miles de años de historia de la Humanidad.
Y podíamos preguntarnos: ¿hasta cuándo? Como decía Josefina hace un momento, la Biblia no es optimista en ese sentido: el mundo seguirá siendo mundo, regido por el príncipe del mal, y cuando se acaben los tiempos -anuncian- todavía será peor, y como vemos, las cosas son siempre cada vez peores.
Vosotros sois jóvenes, pero yo nací al borde de la I Guerra Mundial; aquello fue terrible, con varios millones de muertos; fue la primera vez que se utilizó la aviación, y los dirigibles para bombardear París. Después vino la II Guerra Mundial, mucho peor con la bomba atómica. Y viene esa tercera guerra, mucho peor, con una guerra electrónica en que te pueden colocar una bomba por la ventana con toda precisión. Y luego, qué pasará, ¿una guerra de galaxias?, ¡quién sabe! El mundo siempre será el mundo: es el reino del mal. Pero eso no nos ha dejar perplejos y pasivos, no. Al revés, siempre con mayor ímpetu encendiendo una luz, una luz que marque un camino para todos los corazones de buena voluntad. Saben que en esa dirección encontrarán a Dios ya en este mundo. Se dice que, si en una noche oscura cada uno encendiéramos una cerilla, la noche se iluminaría. Hay que ir a ver esas peregrinaciones en Lourdes, en la cueva de Lourdes, en que aquellas peregrinaciones de multitudes en la noche van con un cirio encendido, y eso visto desde arriba, aquella plaza, aquellas avenidas llenas de gente, son una ascua de luz maravillosa, aunque es de noche. Y luego siempre será de noche. Si los cristianos encendiéramos nuestro corazón con esa llama de caridad, de amor a todos los demás como Dios nos ama, que brillara en nosotros esta llama del Espíritu Santo, pues la gente de buena voluntad encontraría su camino, para estar en paz consigo, para tener paz y así tener alegría.
El Reino de Dios no es de este mundo, pero está en medio del mundo, y eso es lo que debemos de procurar siempre, que en medio de este mundo haya esta maravilla del Reino de Dios navegando en esta aguas turbulentas, pero acogiendo en la nave a todos los que quieran subir a ella, a este reino de amor, en vez de ser un reino de egoísmo, de soberbias, de prepotencias, de odios, de rencores, que siempre producen una situación de angustia en el corazón. No. Subirse a esta barca pequeña que navega en medio de todas estas tormentas, como los apóstoles, que estaban asustados cuando Jesús subió a ella; y Jesús calma las aguas. Así nosotros en esta navecilla del Reino de Dios, tranquilos, porque Jesús está con nosotros. Él es poderoso, como vemos en este evangelio, que por la fe de aquel hombre hizo aquel prodigio. Si tenemos fe en Cristo, siempre nos hará el prodigio de volver la paz y la alegría a nuestro corazón.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 4 de Marzo de 1991 en Bogotá