En esta hora apacible del día, de un día ya prácticamente ya fiesta, el sábado, nos hemos congregado aquí en esta capilla en que Rosa, cuando se encontraba bien, había venido tantas veces también el sábado a participar de esta Eucaristía. Estamos congregados aquí mucha gente que de ordinario no vienen a estas misas en la universidad, y naturalmente hoy están presentes aquí, porque nos congrega el recuerdo de Rosa, nos congrega también el deseo de elevar nuestra oración para que realmente esté en la Casa del Padre, feliz, acompañada también de tantos seres queridos, su esposo, sus hijos, y también de sus antepasados cercanos que yo tuve también el gozo de conocer alguno.

Estáis aquí familia, amigos y el Grupo de Claraeulalias, a las que ella se sentía tan honrada de pertenecer como mujer mayor, viuda, a este grupo de mujeres que desean seguir al Señor y trabajar todo lo que esté en su mano para gloria de Dios y bien de los demás. Ella, ya mayor, ella ya enferma, poco podía hacer de actividad en ese sentido, pero realmente ella acompañaba con su oración, con su sufrimiento, con su docilidad al Señor, acompañaba muy eficazmente a todas estas Claraeulalias.

 

Aquí encima del altar veo que alguien ha traído unas violetas, y veo otras violetas por aquí. Porque realmente, como decían algunas amistades suyas, especialmente mi madre, que era ella silenciosa en su casa, sola, pues era como las violetas, esa flor tan sencilla, tan humilde, tan pequeña, pero que realmente es todo un símbolo de cariño, de aprecio y de fidelidad. En estos últimos tiempos yo me acuerdo de dos momentos especialmente importantes. La vez que la visité después de que estuvo mala en su misma casa donde vivía. Ella siempre preocupada de que, si yo iba alguna vez, tenía que subir tantas escaleras, y todos estábamos preocupados, porque si ella tenía que salir alguna vez, también tenía que subir muchas escaleras, y estaba peor. Y entonces me dijo aquella vez que estaba mal, que estaba segura que se moriría pronto, que no duraría; y efectivamente así fue. Las otras veces ya la vi en la clínica de Mollet, donde creo que providencialmente pudo ir, pudo ser atendida debidamente, y donde pudo morir con todos los cuidados y también en cercanía de familiares. Allí, en aquella clínica de Mollet, la última vez que la vi, pocos días antes de que muriera, realmente no ya ella, sino todos los que fuimos, veíamos que ya había entrado en un proceso irreversible. Y ella lo sabía, y ella esperó la muerte con paz, abandonándose, no de una manera, podíamos decir, fatal, como suele pasar muchas veces a otras personas. No, yo diría que más todavía que con resignación: la aceptaba gozosamente como una liberación de tantas cosas que cuando una persona se hace mayor, le van atenazando, no sólo los órganos del cuerpo, sino que van atenazando el alma, que desea un momento de madurez ya de la personalidad y del espíritu, liberarse para decir: vuelo realmente a Dios.

 

Ella era mujer de fe, de gran fe. Mucha gente que puede tener la fe amortecida, pero si piensan que esos testimonios sencillos, cordiales, humildes, realmente sirven para encender más nuestra fe… En último término uno puede preguntarse: si en algún momento no hubiera habido nada, ni Dios, … nada, ahora no habría nada, porque la nada es nada y nada puede hacer; ahora hay algo, luego siempre ha habido algo. ¿Qué es este algo? Eso es otra cuestión. La razón puede ir descubriendo este algo que su razón de existir es, porque Él mismo es la Existencia. Ese Algo que no tiene límite en el tiempo -porque si en algún momento no hubiera habido nada, no habría nada ahora-, ese Algo que ha sido siempre porque es la Existencia. Esto, las almas sencillas lo intuyen. Y claro, uno ve también que uno antes no existía, y que podía no haber existido, porque si sus padres no se hubieran conocido, pues no existiría. Y que no está en nuestra mano tampoco seguir existiendo.

Este misterio de existir, ¡qué difícil es, imposible entenderlo del todo! Si uno muere, por sí no tiene fuerzas de seguir siendo. Y entonces viene la fe y dice: bueno, ¿Qué puede pasar?, pues que me caiga en la nada otra vez. ¡La nada!, si la nada es lo único que no existe; y entonces tocamos el Misterio, y decimos: bueno, este Ser Absoluto que ha hecho que yo existiera, me ha regalado la existencia, porque yo no me la he dado a mí mismo, pues este Ser cuidará de mí, volverá a darme otro don; yo no sé cómo es, pero Él que me dio el primer don, me dará el segundo don de mantenerme Él -no yo, no puedo- en la existencia. Las almas sencillas eso lo palpan, lo intuyen, lo ven, lo piensan, y esto es lo que da esa paz, esa alegría mansa al final de nuestra vida para aceptar con gozo, plenamente nuestro límite de la vida. Porque todos nosotros podríamos exclamar muy seriamente: ¡qué alegría tener que morir!, ¿por qué?, porque eso quiere decir que existo, porque en este mundo todos los que no existen no mueren; es de nuestra condición humana, que no somos dioses, ser limitados, y por lo tanto mortales. ¡Y qué alegría tener que morir, y por otra parte vale la pena existir a pesar de tener que morir, ¡vale la pena!, poder existir y poder ver la belleza del mundo, poder sentir la amistad, el cariño de los familiares, poder contemplar y oler una violeta, ¡vale la pena!

Estas almas simples, sencillas, en esa simplicidad y sencillez que constituyen precisamente la grandeza humana, es lo que les hace morir, como se dice, en cristiano, con la muerte del justo.

Sabía Rosa -me lo dijo la última vez que le vi: no me abandones Alfredo, no me abandones-… No, ella sabía que nunca la abandonaríamos todas las personas, familia, amigos que bien la queríamos y bien ella nos quería. Ella, que había venido aquí tantas veces, estaba feliz, y hoy estará gozosa de vernos aquí, precisamente aquí, a los pies de la Inmaculada… Y sin duda que está en la presencia de Dios. También todos pedimos su intercesión para que nos siga guiando, y podamos tener también esa muerte sosegada, entregada y aceptada gozosamente, sintiendo una gran liberación como ella, gracias a Dios, ha tenido.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 16 de Febrero de 1991 en la Universidad de Barcelona

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