(Jn 2, 1 – 11)
Este evangelio nos ha señalado un rasgo de humor: el maestresala, el que es allí el organizador y responsable de todo el banquete y las fiestas, no sabe de dónde venía el vino. Yo quería subrayar aquí otra cosa que no se acostumbra a decir en este evangelio y es lo siguiente. Ocurre un milagro, lo pide María, Jesús dice: no es todavía mi hora. Pero ella le convence. Aquí la gente subraya siempre la omnipotencia suplicante de María que hace adelantar los tiempos; es propio de este párrafo que parece un evangelio de María. Lo que yo querría subrayar es que hay otros personajes allí que también intervienen en la cuestión. ¿Quiénes son? Los sirvientes, que aquí dan un ejemplo maravilloso, ¿de qué?, de docilidad.
María, que no es la dueña de la casa, es una invitada muy próxima porque serían parientes y a veces los dueños de la casa tienen que estar en el festín, en el banquete, no pueden abandonar la mesa, y entonces, los parientes más próximos en los que se tiene confianza se convierten en ayudantes suyos para vigilar y controlar las cosas. Quizá María era, precisamente por ser pariente próximo, la que podía estar ojeando las cosas que se les escapaban a los dueños, porque tenían que estar sentados a la mesa, incluso al maestresala que también estaba allí dirigiendo desde la mesa el servicio de los camarero, pero no tenía tiempo de bajar a la bodega.
Los sirvientes, verían en María este papel complementario de los dueños de la casa por ser pariente y casi estar delegada por ellos en este control para que fueran las cosas bien, desde la cocina o la bodega hasta arriba.
Pero frente a este diálogo de María y Jesús cabe destacar esto. Vamos a leer la frase exacta: “Haced lo que Él diga. Y había allí colocadas seis tinajas de piedra para las purificaciones de los Judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: sacad ahora y mandárselas al mayordomo. Y ellos se las llevaron”. Esa docilidad; ¡pues no faltaría más!, aquellos eran unos siervos, quizás eran unos camareros contratados a sueldo, pues ¿qué tenían que hacer?, lo que les dijeran, no tenían otra opción. Si las ánforas son el Viejo Testamento, si las ánforas transformadas en vino son señal de caridad y del Nuevo Testamento, claro está, estos servidores que hay allí son algo más que unos camareros contratados, y ¿qué van hacer?, pues lo que les digan. No son instrumentos del paso del Viejo al Nuevo Testamento, como Juan Bautista. Son instrumentos necesarios para llenarlas de agua y sacarlas después transformadas en vino. Son testigos del milagro, el maestresala lo sabe, ellos sí que saben que están en el intríngulis de la cuestión. ¿Y qué dicen aquí? ¿Se resistieron ellos? Nada. ¿Hicieron ellos lo que les pidió Jesús? Prontamente, y además a ciegas, con fe; llenar de agua. Ellos podrían pensar: ¿me hacen a mí llenar las tinajas de agua? Bueno, y ¿qué? O sea, con fe oscura, pero con una docilidad grande a Jesús y a María, que les dice: “haced lo que Él os diga.” Entonces van dóciles a lo que Él les dice: “Llevadlo al maestresala” – convertida el agua en vino -. Ellos son testigos, instrumentos de este milagro del paso del Viejo al Nuevo Testamento. No se pueden hacer milagros sin docilidad.
La obediencia es una virtud, y es un voto que hacen los religiosos de obediencia; quieren ponerse cerca de la fuente de la ciencia. Y la sabiduría, la sapiencia, es saborear esa ciencia, con lo cual es más que tener puramente ciencia, se ha saboreado, lo cual quiere decir que uno se la ha tragado y entonces dentro de saborearla, quiere decir que se la traga, que se hace carne de uno la sapiencia. Obediencia es ponerse justo cerca de aquél que sabe para recibir de él buenas informaciones, buenos consejos y saber dónde es mejor ir. La docilidad es mucho más. No es recibir ciencia, es fe oscura por amor y hacer cosas que uno no entiende, que uno no sabe, que no pretende tampoco entender, pero que tiene una cosa segura: se puede fiar de aquél que hace una indicación. Hay un amor de por medio, hay una fe en su sabiduría y uno no pretende saber, uno es dócil.
Se pueden hacer votos de obediencia. Sin embargo, no entra en esta esfera hacer votos de docilidad, es inútil, eso es otra cosa. El hacer un voto significa que uno pone de su parte un esfuerzo para cumplir esta virtud contando con la ayuda de Dios. La docilidad no depende de nuestra voluntad, es un carisma, es un don del Espíritu Santo que hace que una persona sea dócil y lo es por milagro. Como esto es por milagro, sólo con la docilidad se hacen milagros.
De manera que si ellos no hubieran sido dóciles, este milagro tan importante no se hubiera hecho. Sin la docilidad de Juan Bautista no se habría pasado del Viejo al Nuevo Testamento. Sin la docilidad de Jesús en la cruz ante este absurdo de la cruz, sin la docilidad de Jesús en Getsemaní, no se habría producido la Redención. De manera que, a la luz de María que es dócil, pidamos nosotros el don de la docilidad.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Miércoles 17 de agosto de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra