La guerra mundial que empezó en 1939, aún no ha terminado. Los vencedores y vencidos no han firmado «todos» un tratado de paz. Y, naturalmente, los que siguen vencidos por ahora tratan, por todos los medios, de llegar a vencer a su vez, un día. Y en esas estamos.

Han variado los escenarios de las batallas, los métodos y las armas. No los objetivos últimos ni las ideologías o los presupuestos fanáticos.

Se van deshaciendo y haciendo alianzas, pactos tácitos o estratégicas uniones para fines concretos y próximos.

Los ejércitos se tiñen de guerrilleros, bandas paramilitares, o de terroristas –manipulados quizás a veces desde centros muy oficiales–. Se suman las novísimas fuerzas de disciplinados y lúcidos tecnócratas a multinacionales implacables, que desarrollan las grandes batallas económicas que hunden, levantan, que disparan inflaciones o espirales de empobrecimiento donde convenga. Se organizan cínicos mercados de armamentos; servicios de inteligencia que no sólo operan con la inteligencia… fundamentalistas kamikazes y también ejércitos convencionales que luchan y luchan en largos combates por doquier, con terribles desgastes y muertes. Y continúan siempre abriéndose nuevos frentes, que son como terribles forúnculos que señalan la septicemia general.

Las armas empleadas no son ahora atómicas, ciertamente. A éstas todos las temen porque nadie está seguro de poder escapar de ellas. Pero se usan otras nuevas y sofisticadas. No me refiero a las mecánicas. Son otras: las campañas psicológicas que excitan o dejan como laxas la voluntad y obsesionan la razón; la droga que socava a los adultos del mañana y el futuro de las naciones. También se intenta despoblar naciones por drástica disminución de la natalidad. Si los niños ya no nacen, se ahorrará tener que provocar que se maten entre ellos de mayores.

Se plantea de mil maneras la eliminación de las «masas», ya que con la robotización no son necesarias para trabajar ni –ese es el punto álgido del problema de hoy– tampoco son precisas para el consumo, pues las industrias convertidas necesitan pocos consumidores –pero, eso sí, cualificados– para sostenerse. Las masas sobran, como sobran los caballos para la agricultura, que hoy sólo producirían gastos inútiles.

Cambian muchas cosas, como es natural; pero permanecen las corrientes profundas. ¿Qué de extraño tiene que EEUU y la ex URSS de la Perestroika se den la mano en Ginebra, y ahora en el mismo Moscú, firmando pactos frente a enemigos comunes que se alzan pujantes? ¿No hicieron lo mismo Roosvelt y Stalin frente a Alemania y el Japón?

Sí; parece que muchas cosas han cambiado enormemente. Europa hoy es muy diferente. Cierto. Pero el mundo, en su globalidad, sigue voluntariamente enfermo, igual o peor.

Estamos en nuevas fases de la misma guerra de intereses, ambiciones, ansias de poder universal, meras ideologías que, sin embargo, se creen mesiánicas –también la técnica se cree «mesías»– o fanáticas ligazones creadas por los hombres aunque sean monoteístas. La guerra no ha terminado. Continúa. Los muertos de cada día en el ancho mundo lo atestiguan.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Sabadell, julio de 1988.
Diario de Menoría 3, julio de 1988.
Hora Nova, agosto de 1988.
El Eco de Sitges, agosto de 1988.
Revista de Badalona, octubre de 1988.
Som-Hi, diciembre de 1988.
La Montaña de San José, marzo de 1989.
El Excelsior de México, julio de 1994.

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