¿Por qué estas exclamaciones? Porque allá por los años treinta del siglo pasado –o sea, hace unos ciento cincuenta años– ese artilugio perfeccionado posibilitó el magno descubrimiento de que el varón no era el semidios que portaba en sí los hijos en semilla y que los sembraba en la mujer, que era como la madre tierra al igual que el que esparce granos de trigo. No. Resultaba que el hombre era solamente portador de media semilla. Y la mujer no era tan sólo tierra más o menos fecunda o baldía, sino que ella portaba también otra media semilla.

¡Y pensar que por ese desconocimiento, por esa errónea creencia, durante los últimos milenios, las mujeres habían estado minusvaloradas, dudándose incluso si eran seres humanos plenos! No se las consideraba sujetos de derecho sino que pasaban de las manos del padre a las manos del esposo –mediante la petición de mano que eso quería significar esta ceremonia–, consideradas siempre como seres “menores de edad”, obligadas a pedir permiso para todo, sin «matria potestad» ni sufragio como ciudadanas.

Gracias al microscopio comenzaron las mujeres a despertar de aquella hipnotizada adoración al varón como imagen misteriosa portadora de la vida. Y lo primero que surgió en consecuencia fueron las llamadas «sufragistas», porque a lo que aspiraban en primer término, era a conseguir el poder votar para así influir en los políticos y que los Parlamentos modificaran las legislaciones y se llegara a reconocer una paridad de derechos.

Dos corrientes se han producido desde esa misma fuente original, como un manantial que diera origen a dos ríos diferentes.

Una, las «feministas» airadas y resentidas por tantos siglos de injusto sojuzgamiento y a veces hasta de esclavitud, situación que sigue aún hoy en tantas culturas y países.

En efecto, tienen vivo un resentimiento militante. No sólo quieren ser iguales al varón en todo, desplazándole en toda clase de trabajos y ocupaciones, sino que en el secreto de su ánimo desean la revancha. Hacerle morder el polvo al descubrir que en realidad, ellas en la generación de los hijos aportan mucho más que él. El óvulo es una realidad mucho más rica y compleja que el mero espermatozoo, puro polen. Ellas podrían tener hijas clónicas de sí mismas sin concurso de varón; éstos, en cambio, no podrían tener esa clase de hijos sin la imprescindible colaboración de un óvulo. Además, el zigoto –fruto del gameto femenino con el masculino– siempre inicia el camino de ser hembra. Si el cromosoma «Y» le anuncia que tiene que ser varón, se deshace parte del camino andado y emprende el del varón, pero quedan muchos residuos de la primera dirección recorrida. Quizá el más visible y chocante son los pezones en el varón que, evidentemente, no tienen ninguna finalidad en él. Ser mujer es, pues, más arquetípico en el género humano que ser varón. ¡Pobres hombres sobre los que recargue la ira, la venganza, la dominación prolongada de la humanidad femenina revolucionada y triunfante! Éstos exclamarían ¡muera el microscopio que los derrocó!

El otro río, apacible, rumoroso, con remansos que reflejan las nubes y las estrellas, es el formado por aquellas mujeres equilibradas, sabias, que se alegran, ¡cómo no!, de su liberación como estamento, pero que no guardan en su ánimo ningún resentimiento con los varones contemporáneos que no tienen ninguna culpa de lo que sucedió en edades pasadas. Por otra parte, si no hubiera acontecido lo que aconteció, todo habría sido distinto, y hoy en la tierra habrían otros hombres y otras mujeres, pero ninguno de los que tenemos la sorpresa y la alegría de existir. Luego si ninguno tenemos culpa –y además estamos contentos existencialmente de lo sucedido, pues esto ha constituido la única posibilidad de nuestro surgir en el ser de este mundo–, lo mejor, se comprende, es firmar la paz, ser amigos, olvidar los agravios y colaborar con entusiasmo y alegría a construir una sociedad más gratificante para todos.

Queridas mujeres de hoy, ¿por qué río queréis navegar?

¡Sí! Exclamemos unos y otras: ¡Viva el microscopio!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
El Mundo (San Salvador) 1987.

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