La capilla es la habitación de Cristo

El mejor comentario del Evangelio de hoy podría ser éste: No se puede ser sal que no sale. No, ¿de qué servirá si no somos sal que realmente sazone en la Universidad de Barcelona? No vale. ¿De qué servirá? Nos llenarán de trastos toda la capilla. Si no somos luz, pondrán un celemín encima. Meditemos este Evangelio y apliquémonoslo a nosotros para que seamos realmente viento tremendo del Espíritu Santo en medio de la Universidad. Para que desde este cenáculo de la capilla – que es donde bajó el Espíritu Santo sobre María y los apóstoles-, sobre esta patrona de la Universidad y sobre todos nosotros con ímpetu dentro de la  Universidad, seamos luz. Para que seamos sal de sabiduría, como nos han dicho en la primera lectura de esta celebración. Una sabiduría que va mucho más allá de la que alcanza la Universidad con las ciencias, que es muy respetable, muy digna y de la que hemos estado muy al tanto. Una sabiduría que baja de lo Alto, que es más que los libros escritos por hombres. 

Hoy estamos reunidos aquí. Ayer, precisamente antes de irnos a dormir, algunos -no creo que todos- estuvieron charlando del plus de la mujer y del plus del hombre relacionándolos con crear y conservar. Crear es más del hombre; es encender esta chispa que pone en marcha todas las cosas. Conservar es más propio de la mujer. Decíamos nosotros que muchas veces -en la Iglesia- los hombres hemos usurpado el papel de las mujeres, y estamos haciendo lo que les tocaría a ellas, con lo cual nuestro papel en la Iglesia a veces es muy desgarbado, muy descolorido, muy melifluo. Estamos haciendo lo que les tocaría a ellas en vez de ser misioneros, de haber llegado a todas las fronteras de la increencia, de conquistar a todas las personas que están lejos, que están en la prehistoria de la religión cristiana. Decíamos que una de las exageraciones en que se cae -muchas veces- es en este manierismo de la liturgia. Es cierto. Pero eso no nos puede hacer olvidar todo lo que de gran valor tiene. Es una escuela maravillosa de unidad, de vivir al unísono, de prepararnos para las grandes epopeyas que tenemos que hacer los sacerdotes, los fieles cristianos… en esa batalla contra el misterio del mal para rescatar a todas aquellas personas que están en esta riada del mundo. 

Se aprende mucho con el rezar, el cantar – mejor todavía- unas horas del breviario, unas horas del rezo litúrgico común. Se aprende a amar, a ceñir uno su individualismo, su espontánea manera de obrar prescindiendo de los demás. Se aprende una puntualidad común que nosotros -gracias a Dios- practicamos bastante. Eso es ya una irse domeñando la anarquía de los impulsos para saber estar juntos porque solamente juntos y en equipo -respetando las individualidades de cada cual- es como se puede conquistar el mundo. Creer que uno solo va hacer grandes cosas sería una soberbia solapada. Se necesitan las dos cosas. Se es individuo, pero también miembro de una sociedad. No seríamos individuos plenos, útiles, eficaces, si no estuviéramos en una sociedad. Qué desastre sería ser individuos si eso no nos llevara a ser realmente un cuerpo místico todos bien conjuntados. Tenemos estas dos vertientes. 

La liturgia, pues, nos hace coincidir en un momento determinado y en un sitio. Es la gran manera también de aprender a dialogar allí. Cuanto se reza se hacen dos coros que, a pesar de que están separados y se responden alternativamente, no son dos sectores competitivos que van a ganar humillando uno al otro o venciendo, no. Son un solo cuerpo. Es una competición que -en todo caso- habríamos de tener cada uno de nosotros mismos con nosotros mismos. Eso se aprende también en la cartuja alta: se aprende a dialogar con uno, pero en Dios y sin connivencia de una parte con la otra. Pero, ¡Qué fructífero es este dialogo para conocerse, para después vivir sin esquizofrenias interiores: ni de la inteligencia, ni del sentimiento, ni del obrar! Dos coros. Cuando acaba uno, unánimemente empieza el otro y empiezan diciendo lo mismo: cosas muy serias, profundas, muy de Dios, muy hermosas. Las empiezan y las dicen también sintiendo lo mismo. ¡Cómo van acompasados en este hablar juntos! ¡Qué acompasados también en saber escuchar a los otros! 

Pongo este ejemplo del rezo de las Horas, pero toda la liturgia es así: es una maravilla de expresión de la unanimidad que hay en todo el conjunto de las otras manifestaciones diversas de la liturgia, como puede ser una celebración eucarística. Cada uno por su sitio sabe, pero formando un cuerpo místico todos. Hay un hermanamiento cierto. Si uno está allí vestido con túnica de fiesta, está verdaderamente de corazón con todos -un solo corazón, una sola alegría-, ¡cómo profundiza el corazón todo lo que se dice, qué alegría siente el alma de ser muchos y a la vez unos! 

Vayamos descubriendo, pues, ese sentido profundo de la liturgia que, realmente, por miedo a caer en ese manierismo que os decía al principio, hemos sido un poco salvajes, un poco agrestes en ella. Pero a estas horas, vencida ya la proclividad o la tentación del amaneramiento de la liturgia -que se fija más en los detalles accidentales- descubrirá la reciedumbre necesaria que se necesita en este mundo para poder obrar bien una instrucción profunda: un saber ir a una, un marcar el paso juntos, un saber obedecer al que dirige un desfile militar. ¡Qué necesario es también saber obrar conjuntamente para esa conquista de las gentes rescatándolas del enemigo – como decía San Ignacio -, sentir al unísono, sabemos escuchar, dialogar excelentemente! Es una gran escuela para superar el individualismo y llegar a formar también un cuerpo místico todos con un solo ímpetu, una sola alegría, una sola meta común a todos, aportando todos nuestros talentos personales, individuales. Una sinfonía maravillosa es la que tenemos que lograr individuos y equipo, siendo las dos cosas a la vez: una liturgia para unir lo que está en la substancia y no perderse en lo barroco y en lo vano de las meras apariencias. 

Que san Alberto, pues, en su escuela de Teología – la Albertiana-, nos enseñe también esto. Decía en la Universidad el otro día que san Alberto es un nombre que va flanqueado por dos palabras. Un prefijo: santo. Y un sufijo: magno. Magno quiere decir que era un hombre grande, pero no solamente magno -que es un nombre cumbre también- sino que ejercía la virtud de la magnanimidad, que es una virtud que perdona setenta veces siete, que olvida, que trata con generosidad y con aprecio a todo el mundo. No solamente los trata, sino que es hombre magno que da generosamente a los demás. San Alberto se daba él y daba toda su sabiduría humana para que fructificara bien en toda la gente.  Delante va la palabra santo. Es una sabiduría que viene de Dios. Eso es lo que hemos de ser todos los albertianos: con sabiduría de Dios y sabiduría humana, pues de nada serviría si a la vez no somos magnos, teniendo gran magnanimidad frente al mundo, a los hombres y a las cosas.

Pues que él nos haga santos y magnánimos.

{Posteriormente añade unas palabras} 

Podemos explicar un poco eso que decíamos. En esta casa está -donde estamos ahora- la habitación de Cristo. Cerca está la habitación de los invitados; luego, las de cada uno. Ésta es la habitación de Cristo, ¡cómo no vamos a procurar que esta sea la que esté más limpia, más bonita, más arreglada, más pulcra! La Virgen tendría a Cristo muy pulcramente tratado allí en Nazaret. Decimos en un sentido que si amas a Cristo o a Dios que no ves y no amas al prójimo que si ves, ¡hipócrita! Pero es que nosotros somos a la vez individuos y sociedad. También se puede decir lo mismo en sentido contrario: -¿Dices que vas a visitar a otros, y no vas a visitar a Cristo? – ¡Hipócrita! Porque las dos cosas son inseparables; no podemos fijarnos en una. Una persona que estuviera visitando a Cristo en su habitación y no visitara después a los demás con tantas necesidades que tiene la gente, con tanta menesterosidad de compañía, de aprecio, de consuelo, de aliento, de ayuda… 

Igualmente lo contrario, que por estar siempre con los demás nos olvidáramos de que Cristo también es una persona, es un individuo. Las dos cosas son verdad, porque somos individuos y sociedad. Es como si tuviéramos un amigo y dijéramos: -No te vengo a ver nunca porque te veo en los demás. El amigo, si es una buena persona, estará contentísimo de la visita también. Es nuestro amigo y también hay que irle a ver de cuando en cuando. Así con Cristo. Él está muy contento de que nos dediquemos a los demás, pero tiene su corazoncito, es una persona, también tiene que haber esta relación con Él. Si no la hay, somos hipócritas igual que en el otro sentido. 

Sepamos encontrar un rato para estar con Él en su habitación. Arriba, la cartuja alta es estar en la habitación de Dios padre. Lo más céntrico de la cartuja media es estar aquí todos con Cristo, estar también uno a uno con Cristo; solo así es verdadero Rey nuestro. Él es Rey, pero para que nosotros seamos de verdad sus vasallos -por hablar con este lenguaje- Él ha de ser el polo norte donde converjan todos nuestros pensamientos y todas nuestras acciones. Nada ha de quedar fuera, al margen de esta confluencia. Todo dirigido hacia Él. Eso es tenerle por Rey. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del lunes, 21 de noviembre de 1988. Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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