Hoy me han contado que se ha muerto una chica que era inválida, tendría unos cuarenta y pico de años. Hace algún tiempo quería ir a Lourdes en una de esas peregrinaciones multitudinarias que se organizan. Durante la misma, se cayó, se raspó con un hierro del tren y se hizo una gran herida que se le infectó por el camino. A pesar de que la curaron las enfermeras, estaba purulenta y mal. Llegó a Lourdes y , con tantos otros enfermos, entró en las piscinas, e inmediatamente, instantáneamente, aquella herida quedó curada, cicatrizada, como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, ella siguió invalida como lo había estado. Regresó y para ella, que seguía en el mismo estado, fue una consolación enorme ver que había cerrado aquella herida que se había hecho precisamente al ir allá. Seguramente, que Dios permitiera que siguiera inválida tendría un sentido, un oculto sentido. Se murió muy feliz porque aunque siguió enferma y además inválida – esa enfermedad que le ha llevado a la muerte – , su herida se había sanado.
Sabéis vosotros que el grito típico de Santiago, apóstol de España ( como dicen por aquí en estas oraciones), era: “Santiago, cierra España”. En unos momentos en que la gente habla de apertura, sin saber exactamente qué quiere decir eso de “Santiago, cierra España”, esta frase la percibe como un grito retrógrado, como de las naciones que se quieren encerrar en sí mismas, que no quieren tener diálogo. Sin embargo, no es éste el sentido de este grito. España, invadida por los infieles que querían imponer aquí una fe distinta – mahometana, la de la media luna, la fe absoluta en el único profeta que ellos admiten, Mahoma-, tenía una herida abierta. Poco a poco la fueron cicatrizando, la fueron reconquistando, recristianizando otra vez. Es el sentido de cerrar la herida que tiene abierta de modo que otra vez brille Cristo en todos los corazones, la luz de Cristo, no precisamente para quedar encerrados egoistamente despreciando a los demás marginados del mundo – marginados de todas sus corrientes de pensamiento y de acción- sino al revés: para reconstruir la salud propia con el fin de saltar de gozo y servir a los demás con toda el alma. En ese sentido tenemos que pedirle a Santiago que cierre nuestro corazón y nuestra alma, es decir, que cicatrice tantas heridas abiertas de soberbia, de orgullo, de egoísmo, de ambiciones, de envidias… tantas cosas que nos causan heridas – bien sangrantes a veces- que las cicatrice, que nos de otra vez la salud de un corazón integro, de un alma completamente pura sin estas heridas. Hemos de decir este grito con fuerza. Ciertamente Santiago, si nos responde, nos dará el ungüento maravilloso para cerrar estas heridas de nuestro corazón. ¿Cuál es esta medicina?
Una vez, celebrando la Eucaristía – muchos de vosotros habéis estado en aquel edículo subterráneo debajo del altar mayor de la inmensa y maravillosa catedral de Santiago – en aquel recinto pequeño (apretujados los que venían con nosotros), se leyó este evangelio que hemos leído hoy. Es el propio de la fiesta de Santiago, donde está la escena en que todavía los apóstoles tenían muy mezclado el mensaje de Jesús con sus ambiciones, o con cómo entendían ellos al mismo mesías: un triunfo del pueblo Judío sobre sus enemigos, especialmente sobre los romanos, sus invasores. Entendían de una manera muy material este “cierra las heridas”: pedían puestos de mando, uno a la derecha y otro a la izquierda. Cristo les da esa lección de ultimidad: el que quiera ser primero que sea último. Esa ultimidad es para todos los cristianos. Todos, en vez de querer ser primeros sobre otros – con lo cual se establecen entonces diferencias, prepotencias y siempre esto lleva a un cierto predominio y a una cierta esclavitud-, todos sin excepción, todos últimos. Así, ya no hay primeros ni segundos ni terceros. Siendo todos últimos también se deja de ser todos últimos para ser todos primeros porque no hay diferencias, y entonces hay verdadera fraternidad, verdadera armonía, verdadero sentirse hermanos en Cristo, hijos de un mismo Padre, ¡qué maravilla!
En un cuartel lleno de dificultades, aunque no sea la guerra, en momentos de penuria, de peligro por otras razones, cuando se sufre juntos, ¡qué fácil es también que surja la amistad! Es una amistad imborrable, puede pasar tiempo sin verse las personas, pero si se vuelven a encontrar, aquellos momentos de sufrimiento y de angustia las han dejado muy hermanadas. Aquí está Pepe Barrenechea que puede ser ejemplo de esto que digo; pasamos largo tiempo juntos en una situación angustiosa de guerra, y aquí está y aquí estoy. ¿Por qué? Porque se cumple esta antífona tan profunda: “Bebió el Cáliz del Señor – pues sufrieron juntos Cristo y Santiago – y se hizo amigo de Dios.” Este consejo, o mejor dicho, este secreto de amistad que nos da esta antífona, sigue valiendo para cada uno de vosotros; si sabemos acompañar a Cristo en sus sufrimientos. Eso desemboca en la luminosidad, en el espacio claro, maravilloso de la amistad. Pero es sólo Cristo, pues Él está en todos y en cada uno de nuestros hermanos. Al sufrir con nuestros hermanos es como mutuamente nos ayudamos a que ambos lleguemos a este paraíso de la amistad que hace superar toda dificultad y todo dolor. Bebió el Cáliz del Señor.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Lunes 25 de Julio de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra