La primera lectura habla de un Cielo nuevo, símbolo de la Jerusalén. El final de la película que hemos visto esta tarde es muy hermoso. El viejecito, de cien años, va caminando incluso sin bastón, porque sale de la clínica y va deprisa, va solo, quiere ir a sumarse a la fiesta del campo de judíos, el centro de la película. Allí está todo el pueblo feliz por haber conseguido lo que deseaban y están organizando un baile donde están todos llenos de felicidad y de alegría. Él quiere ir allí para sumarse a la alegría de todo su pueblo, estar con la música y el gozo, en aquel remanso donde todos se quieren, todos han hecho las paces, se sienten solidarios, hermanos, hijos de Dios. Están felices. Realmente es un trozo de Cielo en la tierra. Él quiere ir allá, pero ahí se le tercia un ángel: yo te enseño un atajo. Hay una cerca y el ángel la salta muy fácilmente a pesar de que también está en forma de hombre muy anciano, no tanto, pero también. La salta y pregunta: ¿pero adónde voy? Le dice: vamos a la fiesta. Le pregunta: ¿pero qué fiesta?, yo quiero ir a la fiesta de los judíos. El otro le replica: vamos a una fiesta, ¿no oyes la música? Y se alejan, es decir, es un símbolo de que realmente con este salto que él da pensando que, para su edad, es la muerte, realmente va hacia la verdadera fiesta, la verdadera música y la verdadera fraternidad de los santos. Pero no cabe duda de que lo que está pasando en la tierra, a donde él quería ir, es como un reflejo de ello. A veces vemos todo el Cielo reflejado en un estanque, aunque es pequeño, en ese espejo se refleja todo el Cielo. Es un reflejo, no es el Cielo verdadero, pero de alguna manera está allí reflejado nítidamente aunque sea pequeño el lago. Es el Cielo en la tierra. El trozo de Cielo de aquel pueblo se ha conseguido con mucho sudor, lágrimas y esfuerzo, y mucho sacrificio y sufrimiento, pero se ha conseguido. 

¿Qué hemos de hacer nosotros los cristianos, especialmente los pastores? Hemos de ser los constructores, los que organicemos en medio de este mundo un Cielo en la tierra, hemos de hacer un estanque para que verdaderamente, de alguna manera, ya esté presente en la tierra, hemos de ser constructores del Reino de Dios, del Cielo en la tierra. ¿Cómo podemos hacerlo? Ya vemos que no es empresa fácil, que supera nuestras fuerzas. ¿Cómo sabemos lo que tenemos que hacer? Yo os diría quizás un camino para ello: salirse del tiempo. Una vez salidos, vemos con claridad todas las cosas. Me explico, en este mundo la gente ha vivido la gramática en tres tiempos: pasado, presente y futuro. Los verbos: comí, he comido, había comido, comía, o bien, como, comeré, habré comido, etc. ¡Qué ilusos, qué orgullosos! Es querer ser dioses: pasado, presente y futuro. Pero, el presente ¿dónde está? No existe; existe el pasado. Cuando yo quiero ver una cosa, es ya pasado o no ha venido todavía. El presente no existe, es una raya tan delgada que solo hay pasado o futuro. Sin embargo, como nos creemos siempre los dueños del presente, decimos: el pasado no está, el futuro no está, pero soy dueño del presente. ¡Insensato, si no existe!, es pasado o es futuro, pero aquí no hay nada. El presente sólo está en el Cielo. La eternidad no es tiempo, es todo presente; pertenece a la eternidad no a este mundo. 

Ponía yo a veces este ejemplo del tren: uno va en tren y ve pasar un árbol, otro, un poste de telégrafos, una vaca, un puente, una montaña. No hay presente, porque lo ve venir o ya ha pasado. Pero llega a la estación y uno baja, se sienta en ella y el tren se va. Uno queda fuera del tren, fuera del tiempo. Entonces, si mira, ve la montaña, la nube, la vaca, el río, el puente, el poste de telégrafos… Está todo puesto, está todo en su sitio, y está todo presente, nos hemos bajado del tiempo. 

Cuando cerrada la puerta, uno está en soledad y silencio con Dios Padre, se sale del tiempo; es bajarse en la estación del tren. Allí se está en otro mundo, ha transcendido, se ha salido del tiempo. Allí junto a Dios Padre, creador de Cielos y tierra, se está en la eternidad, en el presente. Uno desde allí, desde Dios Padre, contempla el mundo. Para contemplar hay que tener una cierta distancia, yo no puedo contemplar la mano ahora, sino que tengo que ponerla así y entonces, sí. De este modo, unido a Dios, la cartuja no es para contemplarle, es para estar unido con Él, y desde allí, con sus ojos, a su sombra, contemplar su obra que es la Creación, contemplar el mundo. Veo el pasado y veo todo porque todo es presente. Entonces, al ver el futuro, claro, lo veo en los planes de Dios y cuando vuelvo a salir a coger el tren, a salir de la habitación, a tomar el tiempo, veo claramente lo que tengo que hacer en el futuro porque ya lo he visto en el presente de Dios, en la eternidad de Dios. Entonces, uno tiene una intuición buena, un consejo bueno, porque ya lo ha visto en el presente de Dios, sabe dónde es mejor que haya un puente, dónde pasará aquello, dónde estará lo otro, porque  ha visto todo el pasado y el futuro, en presente. El presente es la eternidad, es el Reino de los Cielos.  

Aquí no hay presente, hay sólo pasado y futuro. Pero si queremos crear en el futuro algo que refleje el Cielo, ¡oh!, primero hemos de estar en el Cielo, en el presente, hemos de verlo. Entonces al bajar al tiempo, otra vez, sabremos qué es lo que hay que hacer porque ya lo habremos saboreado y visto desde Dios, desde la eternidad. 

La “cartuja alta”, con Dios Padre, es participar de la eternidad salidos del tiempo. Tan trascendente, que lo que pasa entre Dios y el alma, lo que contempla, no es que lo tengamos que predicar a voces. Es algo muy íntimo que nos enriquece enormemente, que nos transforma, que nos transfigura. Cuando Moisés bajó del Sinaí dicen que brillaba su rostro. Bajaremos de la cartuja aparentemente iguales, pero la gente dirá: ¡oh, ha dicho eso, ha dicho lo otro! Y sin embargo, lo que ha pasado en el alma, eso es trascendente, eso queda para dentro, no es para ser dicho. Pero nos orientará muy bien para saber cómo podemos hacer, en medio del mundo, un trozo de Cielo. Como ya lo habremos visto, lo podremos entonces construir con nuestras manos, nuestro esfuerzo, construir en medio de los hombres. Ese trozo de Reino de Dios es Cielo en la tierra.  

Pues bien, que la Virgen María, que nos trajo a Cristo, ella, que es el arca de la Encarnación, nos ayude  para que nosotros también, movidos por el Espíritu Santo, sepamos construir Cielo en la tierra.  

 

Alfredo Rubio de Castarlenas 

 

Homilía del Martes 8 de Noviembre de 1988 en Barcelona

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra 

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