Este evangelio del primer domingo de cuaresma en una lectura larga del mismo -porque parece que hay otros con el texto más corto también-, pues en este trozo de evangelio podemos ver reflejado -y eso es una idea que ha dado Jaime Aymar- lo que hemos estado hablando estos días: que el hombre se mueve entre dos clases de amor. Un amor de benevolencia, que es que uno ama a personas y a las cosas porque son dignas de ser amadas en sí; no tanto las amo porque constituyan un bien para mí, sino que independientemente de que lo sean o no, las amo principalmente o, ante todo, y quizá solamente, porque son dignas de ser amadas. Mucha gente recurre a Dios y dice: yo recurro a Dios porque, oye Dios, alcánzame eso, oye Dios, sácame de este apuro, oye Dios… No. Aunque a Dios no le pidiéramos nada, y nos diera más de lo que nos ha dado -la existencia, la inteligencia, la libertad- para vivir, es digno de ser amado porque es una maravilla, es la infinita belleza, la infinita bondad con infinito ser; es digno de ser amado.
Y el otro amor -lo recordáis porque lo estaba hablando los otros días-, era el otro amor de concupiscencia; es decir, que se ama una cosa -bueno, puede ser mejor o peor esta cosa-, pero se ama, sobre todo, porque es un bien para mí, sean las personas, sean las cosas. Y claro, Cristo a lo que nos llama es a amar sólo con amor de benevolencia, con total olvido de uno mismo, con total abnegación; amar porque las cosas merecen ser amadas, las personas también. Como digo yo en el libro [22 Historias Clínicas de Realismo Existencial], por el mero hecho de existir ya son dignos de ser amadas, ¡y cuántas cosas más tienen que también las hace aun mayor dignas de que las amemos!
Pues este Evangelio de hoy -como os decía, esa idea de Jaime-, el cual dice también, Jaime, una buena idea, de que precisamente la virtud de la castidad, cristiana virtud, consiste en esto, en ir purificándonos de todo amor de concupiscencia para amar sólo con amor de benevolencia. ¡Qué hermoso pensamiento de Jaime! Y esto otro que me ha dicho esta mañana, que este evangelio reflejaba muy bien esto que estábamos diciendo, por la tentación de que Cristo tiene hambre, le dice [el diablo]: si eres Dios, haz de estas piedras que se conviertan en pan. O sea, las piedras están ahí, y son hermosas de ver, y si salimos al campo de excursión al Pirineo, aquellas montañas, aquellas piedras, ¡qué hermosura! Pero el diablo dice: no, no, no las ames sólo porque ¡oh qué bellas son!, sino conviértelas en pan porque entonces serán un bien para ti: ámalas con amor de concupiscencia, conviértelas en pan.
Y la segunda tentación, lo mismo. Lo lleva al pináculo del templo, el templo, que es una alabanza a Dios, es una belleza que se ofrece al Altísimo, uno queda extasiado a veces viendo Santa Sofía [en Estambul], pero le dice: no, no, no, no, empléalo para tu gloria; sube si eres Hijo de Dios, lánzate desde el pináculo, y así la gente, ¡oh!, quedarán admirados de ti; no lo ames con amor de benevolencia este monumento que los hombres han levantado a Dios, ponlo a tu servicio para tu gloria. Y Cristo rechaza también esta tentación.
Y la tercera es semejante. Se sube a un monte altísimo y le enseña todos los reinos de este mundo, que realmente son admirables, cómo el hombre ha ido civilizándose, cómo el hombre ha descubierto el fuego, la rueda, la forja, cómo ha ido haciendo crecer su inteligencia, y ha descubierto las matemáticas, y la ciencia, y tantas cosas hermosas que ha hecho en arquitectura y en poesía, y en esfuerzos también para entender el Misterio de Dios. Él lo contempla, pero el diablo no le dice: extasíate frente a tanto bien que los hombres han conseguido con su trabajo, con su sudor y sus lágrimas, con su esperanza de ser redimidos por la gracia que el Espíritu Santo ya ha derramado sobre ellos. No, yo te los ofrezco [le dice el diablo] para que sean un bien para ti para que tú seas el emperador de ellos, todo a tus pies para tu poder, además de tu gloria. Y le rechaza esta tentación. Podíamos decir, aquí Cristo nos da ejemplo de total castidad: de amar todo y de rechazar toda tentación de poner las cosas a sus pies, para su gloria y su poder. No, lo rechaza para poder contemplar las piedras y admirarlas, y el templo, y todas las obras buenas de los hombres.
Pues bien, estas ideas tan hermosas, que nos han hecho este regalo de dárnoslas, pues las enseño, las simbolizo, y como en un hogar que echamos leña para que el fuego sea más grande, las echemos en nuestro corazón para que sea más amplia la llama de nuestro amor exclusivamente benevolente.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 21 de Febrero de 1991