Un año más tenemos la alegría de estar aquí en esta fiesta de hoy, la actuación de Santiago, dentro de esta octava de Navidad. No es un aquí cualquiera, es esta capilla de la Reverendas Madre Jerónimas en la cita de un rito que ya se ha hecho verdaderamente tradición. Estar aquí acompañado de todos los fieles que han tenido esta mañana la paciencia de esperar cinco minutos, porque si bien ayer estábamos muy contentos con el cielo azul y el sol esplendoroso que nos acompañó en el viaje, esta noche hacía frío y estaban helados los coches, los parabrisas, los cristales, y algunos hemos tenido que venir andando, y yo no estoy para correr. De manera que les agradecemos esta paciencia que han tenido, las Madres también, para el inicio puntual de esta celebración eucarística.

 

Nos han leído el Evangelio, esa ida al templo, este poner nombre a Jesús, al Niño Jesús, Jesús Salvador, Jesús Dios con nosotros. En esa fiesta del 1 de enero tan próxima, ¡qué hermoso que podamos empezar el año en el nombre de Jesús, ese nombre ante el cual Cielos y Tierra inclinan su rodilla, su corazón, todo su espíritu! Pero es un empezar gozoso que nos ha de alentar para seguir en nuestros apostolados, seguir a Cristo, que su yugo es suave y su cruz es ligera, y Él nos ayuda, Él mismo es nuestro cireneo. Seguir este año que empieza precisamente en el nombre de Jesús.

 

Este año que acaba queda proclamado por los organismos internacionales, Año Internacional de la Paz. Ayer noche, mientras cenábamos, se leyó un artículo precioso, una entrevista que le hicieron a don Ramón, nuestro párroco permanente honorario de Trujillo, de San Martín, de la Casa de Santiago, de todos los trujillanos que le llevamos tan en nuestro corazón. Un artículo en que le preguntaba el periodista qué era lo más significativo, a nivel internacional, del año que acababa. Y él comentó: ciertamente esta conmemoración que, surgida del amplio Pueblo de Dios, de este clamor por la paz, el santo padre supo recogerla y en Asís reunió a todos los jefes de 165 religiones a su alrededor para orar por la paz; y no solamente orar por la paz con sus palabras los ritos de cada cual, sino con el mismo ejemplo y testimonio de abrir los brazos pacíficos a todos estos jefes de las religiones que tantos miles de millones reúnen y representan. Porque hay que pensar realmente que, si es una maravilla el esfuerzo de los hombres en construir edificios, en escribir poesías, en levantar instituciones para poder gobernar el mundo con un poco más de paz, en esforzarse en investigar los secretos de las ciencias, en ahondar en las profundidades de la filosofía; si todo eso es una actividad nobilísima de todo ser humano, sea de donde sea, de cualquier raza, de cualquier creencia, lo más grandioso que puede hacer el ser humano es esta búsqueda de Dios. Las religiones son la expresión del esfuerzo de los seres humanos de descubrir, de desentrañar de alguna manera el Misterio de Dios, de acercarse a Él, de intentar encontrar caminos, de orar, de ser escuchados y de escuchar a Dios. Y cada uno lo ha hecho desde su punto de partida, y no sin asistencia, no sin guía del Espíritu Santo, pues Cristo en la cruz murió también por toda la humanidad, y Dios es Creador de toda la humanidad. Entonces, estas religiones todavía no han encontrado la plenitud de la luz, la Revelación plena de Cristo, pero ¡qué hermoso que el Vicario de Cristo les abriera pacíficamente los brazos, los cobijaba allí en Asís, de tanta resonancia! Y ¡qué hermoso fue –como recordaba don Ramón, y algunos que están aquí presentes estaban en aquel momento allí, y lo vieron con sus propios ojos– cómo por la mañana, encima de Asís, había un arco iris maravilloso, que desde los más antiguos y remotos tiempos bíblicos era signo de paz, paz entre Dios y los hombres!

 

Nos recordaba don Ramón que esa paz, esa paz ansiada entre los pueblos, los estados, los países, entre las familias, entre las personas, no podía ser una realidad si no se edificaba primero esa paz en el fondo de nuestro corazón pacificando nuestro espíritu, poniéndonos a buenas con nosotros mismos con una conversión, con una reconciliación para nuestros pecados pidiendo perdón a Dios Padre, poniéndonos en paz con Dios. Sólo así hay los cimientos firmes para construir encima la paz del mundo.

Con este recuerdo, que tendrá después una significación cuando después de esta celebración eucarística, los que hemos venido, nos reunamos un momento con las Madres Jerónimas –porque nosotros en Barcelona este año hicimos unas Jornadas dedicadas también a la paz–; entonces, en estos momentos quiero agradecerles a ustedes esta compañía que nos hacen, que es un gozo ver que hemos venido muchos sacerdotes, dos diáconos también, muchos que ya están próximos a recibir el diaconado dentro de poco, pocos días, pocas semanas, y otros que se preparan para seguir también al Señor en su día de un modo pleno. Estamos aquí reunidos muchos, porque ha coincidido este año el hacer aquí en Trujillo la reunión preparatoria de lo que llamamos «exalumnos» de la Casa que ya están ordenados, gracias a Dios ya pasan bastante del centenar; y vamos a estar aquí hoy reunidos preparando esta reunión que tendremos en Pascua, por eso estamos aquí hoy tantos. Pero eso en el fondo ha sido un truco, ha sido un truco el organizar aquí esta reunión preparatoria; digo truco para poder estar precisamente en un número mayor aquí hoy, en este momento, junto a ustedes, junto a las Madres Jerónimas. Podíamos haber hecho esta reunión en otro sitio, en otro momento, pero han querido, han deseado vivamente que coincidiera con este día de hoy para no tenerlo en otro lugar ni en otro momento, sino aquí y hoy.

 

En nuestro caminar en nuestros apostolados, a veces lejanos, en América –han venido con también nosotros gente de América y gente de África, y gente de Asia–, pues en nuestro peregrinar en nuestros apostolados, el recuerdo constante de que hay en Trujillo unas monjas jerónimas de clausura que se acuerdan de nosotros, que rezan por nosotros, que nos esperan con una firme esperanza, don Ramón y tantos amigos cuyas caras veo aquí y los conozco por el nombre incluso. ¡Qué gozo y qué firmeza, qué fortaleza y qué alegría da tener en nuestros apostolados, a veces difíciles, a veces lejanos, a veces duros, saber que hay esta gran retaguardia vuestra de oración y de cariño!

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 30 de diciembre de 1986 en la capilla de las Madres Jerónimas, en Trujillo, Cáceres

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