El evangelio de hoy nos dice: “Subió Jesús a una barca. Cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad.” Sabéis vosotros que el mar, incluso el lago de Genesaret, como mar cruzado por pescadores, en el Viejo Testamento era símbolo del mal. Todos en medio del mar del mundo con tantas cosas desastrosas, hemos de cruzarlo, no nos queda más remedio, desde que nacemos hasta que nos morimos, de una orilla a otra, y vamos en una barca teniendo mucho cuidado de no caernos de ella.
Hoy acaba de consumarse ese cisma de Lefebvre, pues realmente se sale de la barca, ¡qué pena y cuanto peligro! Además, si en la barca hay gente y una parte de ésta se lanza, la barca queda escorada, también es lamentable y peligroso para la misma barca. En otros pasajes vemos que Jesús domina el viento, domina el mar, duerme apaciblemente en la barca en medio de toda la barahúnda del mar, duerme apaciblemente con la seguridad de que Él vence el mal. Aquí vuelve a cruzar este mar para pasar a la orilla donde estaba su ciudad. Cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad, que aquí es Carfanaún, donde Él había hecho su cuartel general.
“Le presentaron a un paralítico acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: ánimo, hijo, tus pecados están perdonados. Algunos de los letrados se dijeron: éste blasfema. Jesús sabiendo lo que pensaban, les dijo: ¿por qué pensáis mal? Es también muy bonito ver esto, antes de que Él realmente cure a este paralítico, le dice: tus pecados están perdonados. Eso es lo importante, acaba de cruzar el mar y se encuentra con este paralítico que es el fruto del mal, sus pecados son los que paralizan el alma, paralizan todo, y Él los perdona, entonces le curar. Esto es un signo que hace visible, de cara a estos otros que no creen que tiene poder de perdonar, que esto es lo importante: perdonar los pecados. Es decir, tenía este paralítico todo el mal dentro por sus pecados y de eso tenemos experiencia, pues cuando uno se siente pecador sin arrepentirse del todo, uno se siente triste, anquilosado, se siente uno con desgana, se siente uno mal, no se encuentra a sí mismo, no tiene alegría, que es un mal del espíritu. Y le cura los pecados.
Pero yo me quería fijar en esta frase que dice aquí: “Jesús sabiendo lo que pensaban.” Porque esto de que “este hombre blasfema” lo dirían a sotto voce para que Cristo no lo oyera. Pero Él sabía lo que pensaban y les contesta. Podía estar de otra manera, que si los hubiera oído diría: Cristo que los oyó les respondió. Pero no, no les oyó, pero sabía lo que pensaban. ¡Qué hermoso! También puede dar un cierto miedo: Cristo sabe lo que pensamos, no hace falta hablar en voz alta, no hace falta manifestarlo con ningún gesto, sabe lo que pensamos. ¡Qué alegría, qué hermoso que Cristo me vea, me conozca, sepa lo que pienso sin necesidad de que se lo diga, sin necesidad de que yo busque con que palabras decirlo o cómo expresarme de un modo claro! Muchas veces nosotros mismos no somos capaces de expresar aquello que pensamos, eso que pensamos lo sentimos, pero ¡qué difícil es a veces traducirlo en palabras y qué hermoso que esto no sea necesario!, Cristo lo sabe. Claro está que también nos pueda dar un susto, porque si pensamos mal, si pensamos sin amor, si pensamos sin generosidad, si nuestros pensamientos son más bien de envidia, de odio, de egoísmo, de soberbia, nos da miedo que Jesús lo sepa; uno querría esconderse debajo de las piedras para que no viera Jesús esos pensamientos nuestros ni los vieran los demás, y en el fondo ¡qué fácil es ver lo que la gente piensa! Yo diría que evidentemente Jesús eso lo sabe. Él es Él, claro, es el Verbo hecho carne. Pero aun sólo pensando en Jesús, en la humanidad de Jesús, en la psicología de Jesús humano, en su alma humana, su inteligencia humana, su intuición, bastara esto ya para saber lo que pensamos. En esta parte todos somos también seres humanos con Jesús. Cuanto más amemos, cuanto más unidos estamos a Jesús -porque amamos-, más participamos también de esta clarividencia que aquí Él señala, que es saber lo que piensa el otro.
Hay aquel verso tan famoso de Campoamor, donde dice que va una chica del pueblo que ha recibido cartas del novio y va al cura para que se las lea, y de paso también – eso era en el siglo pasado cuando muchas personas no sabían leer ni escribir- escríbame usted una carta, señor cura. Y le dice:
-¿para tu novio?. -Sí, para mi novio que está en la “mili.” -¿Y qué quieres decirle? La chica ya sabía lo que quería decir, pero no encontraba las palabras para expresar aquello que le quería decir y el cura, un hombre mayor que seguramente la habría bautizado, que la conocía, iba escribiendo y le dice ella: bueno, pero ¿cómo sabe usted todo lo que yo quiero decirle? Y le dice él: para un anciano una niña como tú tiene el pecho de cristal. Pues sí, es verdad. Aquel cura tan unido a Cristo, tan padrazo, tan santo, tan dedicado al pastoreo de sus ovejas, pues claro que que descubría los pensamientos de aquella niña.
Jesús descubre los pensamientos de éstos. Yo creo que si al lado de Jesús estaban los apóstoles a pesar de no haber recibido el Espíritu Santo todavía y a pesar de ser también ellos tan suyos, quizá los apóstoles también leían los pensamientos de estos jóvenes: este hombre blasfema, ¡le ha perdonado los pecados, ¡quién puede hacer esto sino Dios!
No tengamos miedo, dejemos que nuestros pensamientos, nuestra cabeza, también sean descubiertos por Jesús.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Sábado 2 de julio de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra