Este evangelio es muy hermoso porque compara a esas dos personas. Uno dice que le da gracias porque no es como los demás. Y ese como los demás lo pone aquí con una explicación: ladrones, injustos y adúlteros; ni como ese publicano. Luego, Jesús no habla aquí de los ladrones, de los injustos y adúlteros. Nada más habla del publicano bueno. El publicano, en cambio, se quedó atrás. Después en otro evangelio también hablará de los ladrones y de los adúlteros, mejor dicho, de las adúlteras. Y que muchas veces a esos fariseos tan orgullosos les dice que los ladrones -quién sabe por qué habrán robado, a lo mejor por hambre, o por dar a su familia de comer, porque la sociedad los trata tan mal, no les da trabajo-, incluso las prostitutas -pobrecitas: quién las ha manipulado de pequeñas, quién las ha vendido, quién las ha comprado, cómo no pueden escapar de este círculo suyo en el que están, de ese antro-; y Jesús les dice que los ladrones y las prostitutas irán por delante de ellos en el Reino de los Cielos, y lo mismo habla del publicano que despreciaban. Eso es muy consolador.

Primero, porque aquí su misericordia con estas personas tan desgraciadas, que quizá tienen poca culpa de ser lo que son, y desearían de todo corazón ser otra manera pero que la misma sociedad, por sus defectos no les deja. Digo que es consolador por esa misericordia.

Y segundo, porque dice que irán por delante de ellos al Reino de los Cielos. Con lo cual tampoco cierra los Cielos a estos fariseos orgullosos, porque ya les moverá el corazón, si no más, en el momento de la muerte, para que, viendo que nada les sirve ya, hagan un acto de humildad, un acto de amor y también vayan al Reino de los Cielos. Van por delante de ellos, pero también ellos pueden llegar, ¡menos mal!

Y en este trozo de evangelio hace la comparación con el publicano. Este publicano no se vanagloria de nada, y nada más dice que sólo se golpeaba y pedía compasión a Dios; es el que baja justificado.

 

Os he dicho al principio que por las prisas pues estoy angustiado, me he dormido y no he oído el despertador ni nada, y me cuesta estar despierto…

 

Hagamos una verdadera penitencia, un verdadero dolor de nuestros pecados, que habrán podido ser pocos quizá de ayer a hoy, pero es que cualquier pecado, por pequeño que sea, es una ofensa tan grande, es una falta de humildad tan grande -aunque sea pequeña-; pues con ese corazón de publicano hemos de decir a nuestro Señor que perdone nuestros pecados.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 9 de Marzo de 1991 en Bogotá

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