l Evangelio del domingo pasado no es el Evangelio del sábado ni el de Martín de Porres. Pero bueno, bien está.
Bueno, bueno, me alegro, porque es precisamente lo que iba a decir, de que a pesar de que era el Evangelio del domingo pasado y no el del sábado, el de hoy, y no me imaginaba que fuera el de san Martín de Porres, pero lo que iba a decir es que sí que le viene muy bien este evangelio a san Martín de Porres, en la fiesta suya.
¿Por qué digo esto? Porque san Martín de Porres fue un ejemplo viviente de haber entendido a Jesús.
Es que los fariseos, que saben que Jesús había hecho callar a los saduceos, van y le preguntan una cuestión que estaba en el aire y que precisamente dividía, no sólo a los fariseos y a los saduceos, sino que dividía también a los fariseos entre sí. Porque, si habéis leído la hoja dominical en que el Dr. Gomá comenta este evangelio, pone allí -él que es tan conocedor de estas cosas- que los judíos tenían en aquel entonces de Jesús 627 mandamientos que recordar y que cumplir, ¡627! Y entonces, habiendo tantos, se comprende que dijeran cuál era el más principal de todos. El que hubiera uno, pues bien, pero que hubiera tantos, pues era fácil que hubiese discrepancias de escuelas. No nos asombremos demasiado que digamos.
Nosotros, en el Derecho Civil, en las leyes de la Constitución, en las leyes del ayuntamiento, hay muchísimos más de 627 mandamientos. Los artículos de la ley del Código Civil, ¿hay algún abogado por aquí, alguien que estudie derecho? El Derecho Canónico, hasta la reforma tenía más de dos mil y pico, ahora han bajado un poquito. De manera que nosotros somos sujetos ahora de más de dos mil artículos del derecho civil español, más el Fuero catalán, más las leyes de la Diputación, más las leyes del Ayuntamiento, más las leyes del Derecho Canónico. Tenemos sobre nuestras cabezas, ¡quién sabe!, más de cinco mil leyes, que tenemos que saber; porque si uno dice: ¡oh, es que yo he hecho esto, es que yo no sabía la ley! De todo ciudadano es obligación saber la ley, y si usted no la sabe, no es excusa el desconocimiento de la ley. Y además las tenemos que cumplir, y no cumplimos muchas, y nos pueden meter en la cárcel.
Ellos tenían 627, pero hay una diferencia y es que ellos se las sabían, los fariseos -los abogados también se las saben, claro-, lo fariseos las estudiaban de memoria desde pequeñitos, con grandes angustias: si caía una mosca en el vino, ¿Qué hacían con la mosca?
Entonces es lógico que le pregunten a Jesús esto: ¿Cuál es el primer mandamiento? Y como había desbancado a los saduceos, que eran sus enemigos, le fueron con un poco de confianza y de esperanza a ver qué decía él. Y seguramente eran los de la facción de fariseos que creían, decían, que el primer mandamiento de la ley de Dios era amar a Dios sobre todas las cosas y con toda el alma.
Si Cristo les hubiera contestado lo que preguntaban, pues con la primera parte ya está: el primer mandamiento es esto, y toda la ley y los profetas descansan sobre esto. Pero como buen pedagogo -incluso con los fariseos, que también son personas y también Cristo muere por ellos, los quiere salvar-, Cristo aprovecha que vengan a hacerle una pregunta para dar, no una sino dos respuestas. Una a la pregunta que le hacen, y otra respuesta a una pregunta que no le hacen, pero que hubiera ido muy bien que le hubieran hecho. Y entonces les dice que el primer mandamiento, el más grande es amar a Dios sobre todas las cosas, pero Jesús señala que, siendo éste el mandamiento más grande y el primero de todos, hay otro mandamiento semejante. Eso no se lo habían preguntado los fariseos, y Cristo les dice: ama a los demás como a ti mismo. Era otro mandamiento que tenían ellos, que era uno de estos instituidos. El primero es ése, pero el segundo se acerca mucho.
Los fariseos precisamente siempre decían «Señor, señor», y cumplían las leyes y amaban mucho a Dios, pero despreciaban a los que no eran como ellos, los pecadores, que eran indignos de ser tocados. Les molestaba el publicano en el último banco de la iglesia, trataban por encima del hombro a los demás, despreciaban a los saduceos, etc. Entonces Cristo les está diciendo aquí que no basta cumplir el primero, y que hay otro que es semejante, y que es amar al prójimo como a ti mismo.
Escuchar eso no gustó nada a los fariseos. Se fueron muy fastidiados de que pusiera este segundo mandamiento, que ellos conocían, por supuesto, pero lo tendrían allí como uno de los últimos, o por lo menos no lo tendrían al parigual con el primero. Con lo cual les está diciendo Jesús que, si uno dice, como después explicará muy bien san Juan: dices que amas a Dios que no ves, y no amas al prójimo que sí ves, hipócrita. La mejor prueba que uno tiene de decir que ama a Dios -cosa difícil de medir, no hay ningún termómetro para saber cuánto amo a Dios-, una prueba y hasta un termómetro es: amo al prójimo como a mí mismo. Entonces sí que puedo confiar en que amo a Dios, o pueden los demás creer que amo a Dios si palpan que amo a los demás.
Pero todavía Jesús no acaba aquí su lección con los fariseos. Sigue y añade, y aquí es como ya tenderles la pista de futuro, una prospectiva: todos los mandamientos escritos en los libros de la ley y de los profetas descansan sobre esos dos mandamientos. O sea, que, sobre estos dos mandamientos de la antigua ley, los dos más importantes, y que los dos son dos caras de una misma moneda, son el fundamento de toda la vieja ley, de todo el Antiguo Testamento, de esta ley que, al llegar Cristo, se acabó. Eso los fariseos todavía no eran capaces de entenderlo, pero Jesús lo anuncia: En la nueva Ley, la mía -no ya la de los profetas y los de la ley, sino la mía- el nuevo mandamiento que os voy a dar es superior a estos dos. Esos dos son los más grandes de la vieja ley, pero… ¡la nueva Ley!
Cuando prediqué esto el otro día en Centelles, se hizo un silencio: si cumplimos esos dos, seremos unos buenos judíos, pero todavía no empezamos a ser unos buenos cristianos. Había un silencio tremendo como diciendo: ¿Qué dice? Bien, me explico la sorpresa, el silencio de la gente. Y les seguí diciendo que todos sabían que Jesús predicó un mandamiento, que os améis los unos a los otros, no como a uno mismo, que poca cosa es, sino como Dios me ama a mí y yo os amo a vosotros. Nos hemos de llenar del Espíritu Santo, del infinito amor de Dios; y con este amor, no con el mío, con el amor de Dios tengo que amar a los demás, que es infinitamente más de lo que yo me puedo amar a mí mismo. Claro está que yo me amo a mí mismo también con el amor de Dios, pero amo a los demás en directo con el amor de Dios; y yo, que soy uno de los demás, en los demás también me puedo amar a mí como amo a los demás. Amar con caridad, en caridad, con el Espíritu. Esto es ser cristiano.
Os decía que eso lo escuchaban en silencio con gran sorpresa en la iglesia, que estaba llena. Pero tenían la cara de pánico, de susto, y -no sé- me hubiesen quitado a empujones del púlpito. Y el cura también tuvo una reacción airadísima, ¡vaya, es que yo tenía miedo, me miraba como si viera a un hereje o a un loco, ¡yo qué sé!
Porque es que se pasan toda la vida predicando a todas aquellas gentes que ser cristianos es cumplir los diez mandamientos de la ley de Dios, del Viejo Testamento, y ya está, y que se resume todo en estos dos. Y, claro, darse cuenta de que todo lo que están predicando es para ser buenos judíos, que todavía no es empezar a ser buen cristiano… La reacción de aquel hombre realmente era temible.
Decía que san Martín de Porres, nuestro querido santo, tan ejemplar, un santo tan paradigmático de América por su manera de nacer, su manera de vivir tan cordial, tan sencilla y tan alegre, tan de Dios, como tanta gente… Es un santo verdaderamente paradigmático. Él entendió bien esto de que había que amar a Dios con todas las fuerzas, pero al prójimo al que estaba sirviendo, al que él era infatigable en los enfermos, en los niños, en los pobres, en todos los marginados que encontraba él por Lima. Lo entendió, y amaba al prójimo de la misma manera que amaba a Dios. Sabía verdaderamente amar con el Espíritu Santo, con el amor de Dios, siguiendo el nuevo mandamiento de Jesús que engloba, asume, sublima, transforma, eleva, traspasa ese mandamiento de la vieja ley.
Que san Martín de Porres, cumplidor de este evangelio, nos lo haga entender, nos lo haga sentir, y nos lo haga…
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 3 de Noviembre de 1984 Universidad de Barcelona