Estamos en sábado de esta sexta semana de Pascua. La primera lectura es de los Hechos de los Apóstoles. Esto hoy día no se diría mucho, de que vamos a explicar los hechos de fulano. Es la actuación, lo que hacían. Bien. En aquellos días, pasado un tiempo por Antioquía, emprendió Pablo otro viaje y recorrió Galacia y Frigia animando a los discípulos. Bueno, eso es lo que hacemos tantas veces en casa unos y otros; yo acabo de llegar ahora. Emprendí otro viaje por Salamanca, por Madrid, después por Fórnoles, por Albacete, por Tarragona, después para acá, animando en todos sitios a unos y otros, a todos los de Casa que me he encontrado por allá, tanto en Salamanca, el colegio mayor, todo el grupo de jóvenes de la Casa, como Juande y todos aquéllos, las chicas por otra parte. Luego en Madrid, en Fórnoles con todas las Claraeulalias reunidas. Luego ahí, en Albacete donde me encontré -llegó a Éfeso Apolo, natural de Alejandría, hombre elocuente-, Linares, elocuentísimo. Nos habló allí, nos reunió con el obispo, ¡madre mía qué cena tan estupenda! Versado en la Escritura: «lo habían instruido en el camino del Señor.» Sí, sí, los años que se ha pasado él en el seminario instruyéndose en el camino del Señor, y es muy entusiasta.

 

J.L. Fernández. – ¿Del seminario?

 

Sigue Alfredo. – No, no, muy entusiasta de la vida del Señor, conocía y exponía la vida de Jesús con mucha exactitud. O sea que, realmente lo que hace Linares, pues muy bien. O sea, ¡oh, lo que hacía san Pablo! Bueno, gracias a Dios es lo que hacen todos los misioneros, lo que hacemos de la mejor manera que podemos los apóstoles que seguimos predicando el Evangelio y al Señor.

 

En la lectura del Evangelio, que es de Juan, dice Jesús: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis para que vuestra alegría sea verdadera.

Imaginaos aquí, que estamos cerca del Corte Inglés, si un director del C.I. dijera un día a una persona que no le pedía nada al jefe supremo del C.I., pero ahora le han admitido a él y es un empleado del C.I. Ahora, lo que le pida como empleado del C.I, que necesita esto o lo otro, para que todo vaya muy bien-. A partir de ahora, como es miembro del C.I., que se lo diga y se lo pide; pero en adelante, le dice, le presentará al jefe supremo y entonces, diciendo que va de parte del director, que verá cómo le escucha y cómo lo hace.

¡Eso lo encontramos tan normal claro que sí en el C.I. o en la sastrería Modelo o en lo que sea! ¡Pues claro que es así!

¡Cómo no va a ser así más en el Reino de los Cielos! Cuando el jefe es Dios Padre y el director de escena es Cristo, y nosotros bautizados entramos a formar parte de la plantilla, del “staff”, etc., ¡claro que sí! O sea que no es nada de sorpresa: lo que pidáis al Padre en mi nombre, ahora que sois miembros, invocando mi nombre; después hasta directamente. Eso es el pan nuestro de cada día, eso es lo que ocurre en todas partes, eso es fruto de la Encarnación. Eso que ocurre en el C.I. y que ocurriría en Roma igual, dentro del ejército o del ministerio de obras públicas -que hizo muchísimo-, pues esto es fruto de la Encarnación. Esto también es así en el Reino de Dios en las cosas transcendentales. De manera que, qué hermoso tener a Dios como Amigo.

 

Y termino con una idea muy bonita que me explicó Juan Miguel ayer. Y es que nosotros sabemos bien que la razón es contingente, y por muchas vueltas que le demos, la razón, pobrecita, ¡qué corta se queda! Es decir, nunca la razón podrá explicar el por qué existe algo en vez de nada. Puede intuir que algo ha existido siempre, y a eso se le llama Dios, pero bueno, ¿Cómo es este Dios? Es decir, la razón está rodeada de Misterio. Bien, supuesto esto, el Misterio es precisamente para ser adorado: adoración. Y qué quiere decir «adoración». “Ad – orar”, o sea, estar junto al Misterio para hablar con el Misterio; estar acurrucada la razón después de que se ha cansado de dar tantas pataletas de querer saberlo todo hasta que reconoce que la pobre es muy limitada, y tiene que reconocer que está rodeada de Misterio. Entonces la razón ya se acurruca feliz y contenta junto al Misterio. Y descubre una cosa, que ese Misterio es presencia personal de ese algo que sabe que existe pero que no puede conocer más. Entonces la razón, acurrucada junto al Misterio, que lo palpa y lo vive y lo acaricia descubriendo la presencia personal de Dios, entonces adora, está junto, está unida en gratitud, y habla, ora -que es hablar- con el Misterio. Es decir, el Misterio, lejos de ser una ofensa a la razón -nada más es una ofensa cuando la razón se cree que lo tendría que saber todo por ella misma, y se ofende que alguien le oculte algo, o ella no alcance por sus medios, etc.-, cuando la razón se acurruca de haber llegado a la vera del Misterio, y desde allí toma una actitud de unión con el Misterio, y de gratitud, entonces es cuando puede hablar con esa misteriosa pero realísima presencia que hay en el Misterio de este ser que nos trasciende, primera causa, pero que nosotros nunca podremos explicar por qué existe en vez de que no exista.

Es la profunda actitud de adoración de la razón. ¡Qué hermoso! Unión y gratitud, y escuchar en el silencio sonoro; en esa soledad frente al Misterio, saber escuchar y hablar con el corazón abierto. ¡Qué hermoso! Y solamente esas personas que han llegado a eso, a ese abandonarse en esa adoración acurrucados junto al Misterio, sólo estas personas son las que podrán amar a los demás. ¿Por qué? Porque los demás, aun estando dentro de este mundo inmanente, se nos escapan, nunca una persona puede comprender del todo a otra, nunca la puede abarcar, nunca puede entender en profundidad todo lo que pasa en la otra persona. Es decir, siempre, por mucho que nuestra razón trabaje para entender a otra persona, llega un momento en que la persona se nos hace misteriosa, siempre hay un fondo que se nos escapa a nuestra intelección. Hemos de saber acurrucarnos también, después de haber caminado lo que hayamos podido con nuestra razón, pero reconociendo que no podemos con nuestra razón abarcar a toda la otra persona, y acurrucarnos junto a ella de un modo confiado, unidos y alegres, y entonces se sabe escuchar este susurro misterioso, podemos dialogar también desde el nuestro. Y entonces puede haber amor. O sea, quien no ha aprendido a orar, no sabe amar incluso a los demás. Cuando dos personas se quieren mucho y dicen «te adoro», podíamos pensar que eso es una blasfemia, sólo se puede adorar a Dios. Pero en el fondo, ese «te adoro» puede tener ese sentido de que no te acabo de comprender, es imposible que te pueda abarcar del todo. Bien, ahí me acurruco junto a ti, también misterioso, y te adoro, en una adoración analógica, porque no es a un ser transcendente, es a un ser inmanente, pero que, aun siendo inmanente, tiene un fondo que nadie puede alcanzar, y más aún, que nos hagan ver nuestro preconsciente, que se dice ahora, y nuestro inconsciente o subconsciente. Bueno quizá descubramos muchas entretelas nuestras, muchos niveles que nos pasaban desconocidos, y a fuerza de esa introspección, incluso ayudados por personas técnicas, podremos bucear mucho en nosotros. Pero también nosotros tenemos un reducto hondo incluso para nosotros mismos también misterioso. No nos podemos aclarar tantas cosas, el origen de tantas reacciones, la fuente de nuestros sentimientos más profunda, la fuente que aletea, que mueve nuestros deseos; también nosotros nos somos misterios, también nosotros tendremos que acurrucarnos en lo más hondo de nosotros mismos y aceptar gozosos el misterio de nosotros mismos; y estar unidos a él y agradecidos, porque somos así o no seríamos. Agradecidos de este dulce peso de nuestro propio misterio, y saber hablar con Él confiadamente. Entonces quizá se iluminen muchas cosas en una especie de revelación de ese misterio nuestro, a nosotros -nuestros propios amigos, nuestro propio amigo- lo mismo que entre las personas, lo mismo que ante Dios. Se puede empezar por donde sea. Adorando a Dios, amaremos a los demás, y me amaré incluso a mí mismo, en vez de despreciarme u odiarme como tantas veces ocurre. O bien tratando de adorarle en ese sentido hondo, sincero, abandonado, servirá para que pueda hacer lo mismo con los demás. O, adorando a los demás en ese sentido, podré después apaciguarme conmigo o, verdaderamente, iluminarme con Dios. Quizá se pueda empezar por cualquiera de las tres patas de este trípode, o por las tres a la vez, por un cambio de actitud nuestro, diciendo que lo más sublime de la razón es adorar aquello que no entiende, pero que está allí palpitando realmente, y que además es la presencia del Ser, la presencia del Amado.

 

Pues bien, en esta Eucaristía, María que tanto sabía adorar el Misterio sintiéndose unida a Él y llena de gratitud -como el canto del Magníficat expresa-, nos enseñe a ser buenos discípulos, a ser adoradores.

 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía de 18 de Mayo de 1985 en la Universidad

Comparte esta publicación

Deja un comentario