Es curioso que este Evangelio, en la lectura continuada, y que coincide con esta misa que estamos celebrando con la concordia, subraye una discusión de aquéllos que preguntan a Juan: ¿Qué ocurre? Éste que tú anunciaste, Jesús, está bautizando en la tierra, y mucha gente va tras Él; y tú, ¿Qué dices, tú que estabas bautizando en el Jordán, ¿Qué te parece a ti? Y a veces no sólo esta respuesta de Juan, que se alegra de que haya llegado su hora. Es curioso, digo, porque todo está planteado ahora en grande, podíamos decir, como entonces. También aquí Judea es el eje del problema. También hay esta tensión entre un fundamentalismo arraigado en esos pueblos semíticos, tanto judíos como árabes, frente a esta universalidad, a ese deseo de concordia que una vez más es lógica, que el santo padre, cabeza de la Iglesia, pone de manifiesto. Y las tensiones son tremendas.
San Ignacio decía: un sólo hombre, porque es un ser animado, con alma, inteligencia y libre, semejante a Dios, un sólo hombre vale más que todas las estrellas juntas. Y hoy que la astronomía y los físicos conocen mejor el universo, y descubre tan lejanamente tantas miríadas de constelaciones, pero que son todo materias incandescentes, aunque no quiere esto decir que no haya otros planetas, como la Tierra. Pero lo que vemos, esas estrellas luminosas que son puro fuego, pues el hombre sigue valiendo más que todas estas constelaciones juntas. ¡Qué duda cabe, es hijo de Dios, tiene inteligencia, tiene libertad, es una persona!
Y no vemos, en cambio, en esos conflictos que hay por el mundo, que, por unos intereses, unas ambiciones de los hombres, no dudan en enviar ejércitos a que mueran ¡cuántas personas! Hemos leído en los periódicos que Estados Unidos ha enviado ya 100.000 bolsas de plástico para recoger los cadáveres de sus soldados que presumen pueden morir en los pocos días primeros de la contienda. ¡Cien mil, cien mil familias, madres, esposos, hijos, hijas, novias, que estarán sufriendo y sufrirán para siempre esa ausencia! Eso de un lado del ejército, y tantos otros o más de la otra parte. Y todos por unos intereses económicos de petróleo, cuando uno sólo de esos soldados vale más que todo el petróleo junto; ¡cómo no, si vale más que todas las galaxias juntas! ¡Uno sólo!
¡Qué ceguedad, qué ambición, qué soberbia de los gobernantes! que, por defender sus puntos de vista, sus ambiciones, sus intereses, ya sean personales o los que ellos quieren representar de un pueblo, llevan a la muerte a tantos en nombre de un bienestar para un pueblo, y lo condenan a morir. ¡Qué absurdo, qué contradicción! Y, sin embargo, ese absurdo y esa contradicción es el pan nuestro de cada día del mundo.
Vamos a pedir en esta misa, en esa presencia de Cristo en otro Pan, un Pan del Cielo, que “plenifique”, suavice, consuele, evite tanto desastre que los hombres, ciegos, repetidores de tanto pecado original, repetidores, en fin, de mil pecados de toda índole que desembocan en esa locura de guerra. En fin, nosotros podemos hacer dos cosas como os decía. Una, clamar, pedir repetidamente, oportuna e inoportunamente, como dijo san Pablo, a Dios por la paz. Pero por otra también algo muy eficaz para ser oídos de Dios, porque si nosotros no somos hombres de paz con todos los que nos rodean, si no nos ponemos en paz con nosotros mismos en una aceptación humilde de nuestra persona de ser como somos y quien somos, ¡cómo vamos a ser escuchados de Dios!; nuestra oración sería hipócrita, no digna de ser oída por Dios. Pongamos por nuestra parte ser mensajeros de la paz, ser antorchas encendidas de paz, y así y sólo así nuestra oración será oída, Él la multiplicará entonces a lo largo y ancho del mundo en un poco más de paz para la gente. Pues de todo corazón pidamos en esta Eucaristía hoy que os habéis reunido aquí con el motivo que yo os agradezco de mi santo, el cumpleaños de Joe, y, sobre todo, el aniversario de Tante. Hoy que somos muchos en esta capilla en que a veces, ¡oh universidad, triste universidad!, somos tan pocos. Nosotros, muchos. Pidamos a Dios que nos dé fuerzas para ser hombres de paz, y así que Él oiga benignamente nuestra pequeña, casi infantil oración.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía de 12 de Enero de
1991 Universidad de Barcelona