(Mc 8, 27 – 35)
Aquí vemos cómo Jesús pregunta a los discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo? “. Esto es lo que contestó Pedro: “Tú eres el Mesías”, o sea, enviado de Dios. Esto es hermoso porque durante muchos, 1900 años antes de Cristo, desde Abrahán, todas las profecías mostraban la espera al enviado de Dios. En la época de Cristo se habían cumplido las cincuenta y dos semanas de años de las profecías que habían dicho que tenían que venir, o sea, estaban diciendo que tenía que estar ya el Mesías. Tanto es así que había unos que eran predicadores y decían: ¿será este, será Juan Bautista el Mesías? Porque estaban esperándolo y decían que era el momento ahora, que ya se habían cumplido los años que habían dicho. Salían unos que decían: yo soy el Mesías. Otros, porque el pueblo lo decía: ¡es tan buena esa persona, quizás es ése! Y cuando preguntan a Juan si era él el Mesías, él decía: yo no, el Mesías es otro que viene detrás de mí y del cual yo no soy digno ni de desatarle las correas de su sandalia. Se refería a Cristo y le indicó. Pedro le dice: Tú eres el Mesías.
Ahora viene una cosa curiosa. Jesús en uno de los evangelios dice: eso no lo dices porque tú lo ves claro, lo dices porque Dios Padre te ayuda a que lo digas, pero de todas maneras porque tú lo has dicho, “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
En este evangelio de Marcos no dice esto, aunque Pedro sí dice: Tú eres el Mesías. Aquí sale otra parte de la escena que dice: sí, pero no lo digáis a nadie. ¿Por qué? Pues él creía que no era oportuno decirlo en aquel momento. Esto se lo decía a mucha gente, hacía un milagro y decía: no digas a nadie que lo he hecho yo. Se pasaba el tiempo haciendo el bien diciendo: no digáis nada. Porque si se decía, él veía que se levantaría tal odio entre los mandamases, que lo matarían y eso es lo que pasó; porque la gente no se callaba, lo iba publicando: ése me ha curado, éste tal, ése predica y dice que es el Mesías. No se callaban, con lo cual posiblemente lo mataron antes que si se hubiera callado todo el mundo, pues a lo mejor, quien sabe, habría pasado más tiempo, o no lo habrían matado, vete a saber. Pero la gente no le obedeció. Estaba tan entusiasmada, que lo fue diciendo a grito pelado y, claro, lo mataron. Quizás Él hubiera deseado que lo hubieran matado un poquito después en todo caso, dejar a la gente más consolidada en su fe. Es lo de Getsemaní; ¡pero hombre, por Dios, pero mira que me maten ahora!, si puede ser que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad. Y lo mataron.
Él no se llamó nunca el Hijo de Dios, Él se llamó el hijo del hombre, es decir, el nuevo Adán, el hijo de Adán. Adán quiere decir hombre, y Él era el hijo de Adán, el verdadero Adán, el verdadero hombre, el arquetipo, el que inauguraba una nueva humildad, inauguraba una humildad redimida. Adán inauguró una humildad caída en el pecado, en la soberbia, y Él inauguraba una nueva humildad redimida y humilde, al revés que la soberbia; eso es el hijo del hombre. Luego a su Dios lo llamaba papá, y decía: quien no ha estado por el Cielo no sabe lo que pasa por allá. En fin, por esto y tantas otras cosas es por donde después de la Resurrección los apóstoles vieron claro y llegaron a entender el misterio de la Santísima Trinidad, del Padre, del Verbo, del Espíritu Santo: cuando yo suba, el Padre y Yo os enviáremos el Espíritu Santo, el Padre y Yo somos iguales – aunque el Padre es más porque es origen -. Con esto ya dice que Él es el Verbo hecho Carne, que es verdadero hombre y verdadero Dios, sin mezcla ni confusión. Es decir, la humildad de Jesús no es divina, ni la divinidad de Jesús es humana, pero Jesús es a la vez humano y a la vez divino, sin mezcla ni confusión.
Bien, pues sabemos ya nosotros quién es Jesús, el Verbo hecho carne, verdadero hombre y verdadero Dios sin mezcla ni confusión alguna, es el esperado, el Mesías, el nuevo Adán, el redentor del mundo, el que inaugura una nueva época de personas que viven en la humildad, el amor y la casualidad.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del Domingo 11 de septiembre de 1988 en Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra