Lc 13, 31 – 35

 

Hemos leído muchas veces a San Lucas de un tirón, pero así, recortado ese texto, puesto en la liturgia, es muy aleccionador. Muchas veces pasamos por una carretera y vemos el paisaje, pero construyen en él un bar, un merendero y uno entra y se encuentra un ventanal que enmarca una vista muy bonita del mar con unas rocas, con la playa. Esta vista se ve desde fuera igual, sin embargo allí enmarcada cobra un relieve distinto precisamente al ver un trozo y no ver el resto del paisaje que se veía desde la carretera. Pues esto es lo que pasa con un evangelio que se recorta y se pone en liturgia, cobra un relieve, centra la atención mucho más que si se lee en medio de un contexto general. 

¿Qué nos dice aquí San Lucas que nos llama la atención? Los fariseos le dicen: “Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.” ¡Qué curioso!, parece que como los fariseos fueran grandes amigos de Jesús, quisieran su bien y fueran corriendo a avisarle de este peligro, ¡qué raro!, cuando los fariseos eran aquellos que se oponían a Jesús, los que le perseguían y los causantes de su muerte, ¡qué raro! ¿No sería más bien que querían como asustarle con esta noticia para que en efecto se fuera y ellos se quedaran tranquilos? Jesús no hace hincapié sobre esta segunda posibilidad y entonces les dice: “Id y decirle a ese zorro: Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios.” Habría que interpretar aquí, habría que estudiar qué quería decir Jesús comparando a Herodes precisamente con un zorro, lo podía haber comparado con otro animal, le podía haber dicho otra palabra  gruesa. Zorro, cuando la dice, es por algo. Es una  persona que quiere hacer una cosa pero esconde la mano, quiere pasar desapercibido para hacer más lo que quiere y que no le puedan, después, pedir una revancha, no le pueden acusar. Si se dice que esta persona es muy zorra, con este sentido que damos ahora, pues indudablemente tomado de este animal seguramente sería el mismo sentido que le daba Cristo – este zorro que quiere hacer las cosas y las quiere hacer ocultamente, sin ser descubierto -. 

 

Jesús les dice: “Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”, que me maten allí, entretanto tengo cosas que hacer. Luego se apiada, se duele: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa os quedará vacía.” Realmente es una profecía tremenda, y treinta años después de que la dijo queda Jerusalén destruida por las tropas de Tito, y murieron – dice Flavio Josefo, historiador romano – más de treinta mil hombres crucificados en Jerusalén. 

 

¡Si hubieran hecho caso a Cristo – en vez de haber tomado aquella postura violenta contra el imperio romano- y hubieran amado al enemigo! Hubieran inventado entonces, hubieran descubierto qué cosas tenían que hacer sobre la base de amar al enemigo. Amar a los enemigos quiere decir no desear su destrucción sino su conversión y no ahorrar ningún esfuerzo para conseguir esta conversión. Cristo no mató a ningún enemigo sino que murió por todos ellos. Bien, esta síntesis que sale del evangelio, ¡si le hubieran hecho caso, quien sabe!, muy posiblemente Jerusalén no habría sido destruida, muy posiblemente los romanos habrían cambiado su postura, ciertamente no habrían muerto treinta mil judíos crucificados. En cambio, Jerusalén quedó vacía, destruida.  

 

“Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!“ ¿Cuándo será este día? Aquellos judíos de Palestina seguían odiando, aplicando la ley del talión .Ya no contra los romanos, contra los imperios, sino contra aquellos pobres palestinos que estaban allí en su tierra, como estuvieron antes los filósofos, les fueran tomadas las tierras y les pasaran a cuchillo. Quizás hoy permanecen algunas de estas actitudes ante el enemigo. Son coherentes con las leyes que tenían los judíos hace cuatro mil años. Todavía no dicen: ¡bendito el que viene en nombre del Señor! para perdonar, para amar al enemigo. Nosotros sí, con humildad, con cariño, con amor, sepamos decir: ¡bendito el que viene en nombre del Señor!. 

 

Alfredo Rubio de Castarlenas 

 

Homilía del Jueves 27 de octubrede 1988 en  Barcelona

Del libro «Homilías. Vol. II 1982-1995», publicado por Edimurtra 

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