Estos días en España, después de dos intentos fallidos, estamos esperando que los partidos políticos se pongan de acuerdo para formar gobierno. En el caso de que no lo logren, nos amenazan con la convocatoria de unas terceras elecciones. La amenaza de las elecciones lleva consigo el que los ciudadanos tendremos que soportar una nueva campaña electoral. No hay duda de que la democracia y su sistema de elecciones nos permiten cada 4 años dar o quitar la confianza a nuestros gobernantes, pero si abusamos del propio sistema la gente termina por cansarse y dejar de creer en la propia democracia.
Además, las últimas campañas electorales que hemos «sufrido», dejan mal sabor de boca. Por un lado se ha generado una cierta sensación de preocupación y tristeza y, por otro, de impotencia, pues la ciudadanía no termina de ver cuál puede ser la solución real a todo lo que está viviendo. Muchos gritos, descalificaciones, publicidades sensacionalistas…, pero pocos contenidos, que son los que realmente pueden ayudar a construir una sociedad más justa y en paz.
Parece como si las campañas electorales se plantearan como una especie de pequeña «guerra», un enfrentamiento entre contrincantes. Antes, uno tenía la impresión de que los contrincantes utilizaban municiones de pequeño calibre, pero ahora, desde el primer momento de la campaña, para descalificar y eliminar al contrario se usan las armas de mayor calibre. Es una lucha por demonizar al otro, para convertirlo en un enemigo del progreso, de los trabajadores, de los empresarios, de las mujeres, los hombres, de lo que haga falta para alcanzar el éxito final de la propia candidatura. Y, cuanto más poder tienen los que se enfrentan, con más virulencia se comportan en sus actos y declaraciones. Algunos dicen que no hay que preocuparse en exceso, porque el día de las elecciones se acaba la lucha, todo el mundo vuelve a sus cuarteles y recuperamos la vida parlamentaria. Es decir, el diálogo, los acuerdos, lo que haga falta. Pero las consecuencias del desgaste de la campaña cada vez son más patentes y evidentes, y lo que se ha defendido con tanto esfuerzo y pasión, difícilmente se detiene y menos se olvida. Por más que quieran los políticos, nada de lo que se dice, y sobre todo se insinúa en la carrera electoral, es en vano. La prueba la tenemos que cuando no hay mayorías claras, se vuelve una empresa titánica el poder formar gobierno. Seguimos en “estado de guerra”.
Después todo el mundo se queja de la creciente abstención o de que los ciudadanos se cansen incluso de ir a votar. Hemos oído tantas cosas de unos y otros, algunas tan fuertes, que nos generan temor, ante la posibilidad de que unos u otros lleguen, los próximos años, a gobernarnos. A los ciudadanos se nos pide que nos informemos y que nos formemos leyendo los distintos programas de los partidos, pero la gran aula de aprendizaje que debería ser una campaña electoral resulta muy decepcionante. Porque, de propuestas se oyen pocas, de los programas prácticamente no se habla, pero de todo lo malo de unos y otros aprendemos un montón. Y, ¿son estos los verdaderos valores para construir una sociedad mejor? Si de algo sabe la ciudadanía es que el miedo, la desconfianza en el otro, nunca es buena base para edificar una sociedad en paz.
Y si esto acontece en la cúpula de la sociedad, es decir en la vida política, esta manera de hacer las cosas, se va trasladando a otros organismos e instituciones y llegando a todos los niveles de la misma sociedad. Nos quejamos de que hay una gran crisis de las instituciones, pero no la podremos resolver sino empezamos por revisar las goteras que hay en el techo de la vida social. Sin esa reparación se va provocando una lenta inundación de desprecio, resentimientos, que impide construir el tejido social. Aún así, leemos en algunos medios de comunicación que no hay que preocuparse, que no pasa nada ya que todo ello forma parte del juego democrático y que no tenemos que hacer caso excesivo de lo que se dice en una campaña electoral. Si los medios continúan con esta acción de banalizar las cosas, terminarán por banalizar la democracia.
Y la ciudadanía todavía anda más desconcertada cuando ve que muchos problemas de lo que está padeciendo y que se deberían afrontar con urgencia y contundencia, no se atienden por discusiones vanas y porque “tú eres más malo que yo”. Los problemas que padece la gente no son de tipo ideológico, sino humano y, ante determinadas situaciones de miseria, injustica, hambre, paro, etc., no podemos afrontarlo desde visiones «partidistas». Los problemas los tenemos que «compartir», y si es posible, resolver desde la mayor unidad posible, porque ciertas situaciones demandan premura en su resolución. Mientras algunos ciudadanos se mueren de hambre, los gobernantes se pasan el día discutiendo cuál es el grupo más preparado para ayudarles. El problema es que si tardan mucho en decidirse, ya no tendrán que preocuparse, porque el paso del tiempo suele resolver las cosas de manera impecable y trágica para los que sufren. Y esto es como la prueba del nueve, si no son capaces de buscar soluciones rápidas a las situaciones urgentes de penuria, ¿cómo nos vamos a creer que los supuestos enemigos se pondrán de acuerdo sobre cuestiones que necesitan del consenso de todos?
Si parlamento significa parlamentar, es decir hablar, dialogar, ¿cómo nos podemos creer que los que hoy se declaran enemigos casi diabólicos, sabrán hablar para buscar las soluciones a los temas que la sociedad les reclama? Hay que dar un salto cualitativo en las campañas electorales y en la vida parlamentaria, por el bien de los políticos y de los ciudadanos que aún creemos en los valores democráticos.
Jordi Cussó