A menudo, ante una crisis política se reivindica el diálogo. Pero este tiene sus condiciones. En primer lugar, para dialogar hay que estar dispuesto a escuchar. Y escuchar es más que oír. Escuchar significa hacerse cargo de las razones de nuestro interlocutor y dejarnos interrogar por ellas.

El diálogo no es sólo de palabras. Dialogamos también con la mirada. El lingüista Sebastià Serrano recuerda que la palabra humana puede tener 100.000 años, pero una mirada tiene millones de años, está cargada de fuerza y de elocuencia.  Dialogamos también con el tono de voz, con las manos, con la proximidad, con los gestos, con la ternura.  Del mismo modo que en la música, los silencios tienen incluso más valor que las palabras, también en el diálogo los silencios son elocuentes. En la civilización occidental solemos esperar siempre una respuesta inmediata. En otras civilizaciones no es así. A veces la respuesta se hace esperar unos minutos. Otras mucho más tiempo.  Decía Ignacio de Loyola que la palabra es de plata, pero el silencio es de oro.

Por otra parte, creemos que “hablando se entiende la gente” y es evidente que esto no es una verdad absoluta. Al menos no siempre es así. A veces confundimos el diálogo con una yuxtaposición de argumentos y olvidamos que una cosa es entender y otra más profunda es comprender. Cuando la gente se ama, se entiende y se comprende. Y toda persona es digna de amor por el solo hecho de existir.

El diálogo político, para ser auténtico, pide negociación y la negociación implica renuncia.  Si nos hacemos cargo de estos parámetros, entonces el diálogo podrá ser de verdad fecundo.

Nuestros diálogos demandan un salto cualitativo. Si no son sólo caricaturas o puestas en escena vacuas.

Jaume Aymar Ragolta

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