Conocer y amar la realidadNoviembre es siempre de referencia a San Alberto Magno y ocasión para darle una vuelta a la cuestión del saber, del conocimiento. Precisamente por lo albertiano, tal reflexión ha de estar bien encajada en el contexto. Porque lo característico de Alberto era conciliar los saberes de la época.

La primera implicación que eso tiene es que no se debe menospreciar ningún tipo conocimiento, ningún saber. Esto es valioso en un momento cultural como el nuestro, con gran facilidad para dejarse seducir por lo que deslumbra (aunque sea una hoguera de vanidades, un mero fuego de hojarasca).

La otra cara de esta misma moneda es reconocer la limitación de todo tipo de conocimiento. Por valioso que sea, nunca es último, definitivo ni suficiente. No es solo una limitación por su alcance, sino por sus posibilidades. Ninguno de los distintos tipos de saberes nos dice todo acerca de algo. Seguramente, ni siquiera nos dice lo suficiente.

Es algo equivalente a lo que la separación de poderes pretende en el ámbito de la vida política: garantizar que unos limiten a otros para no ceder a demasías ni desvaríos o, dicho a la inversa, lograr una mayor justicia a través de la intervención de distintos enfoques.

La interdisciplinariedad, la transdisciplinariedad, la multidisciplinariedad conllevan el implícito humilde de que la diversidad suma en bien de un mayor (y mejor) acceso a la realidad. Y la prudencia de que toda afirmación, toda mirada, puede ser complementada.

Por otra parte, la comprensión clásica de la verdad, adequatio rei et intellectus, implica un reconocimiento de la realidad nada popular hoy día. Aspirar a que el intelecto —el conocimiento, el saber— se correspondan con la “cosa”, con la materia, con el objeto.

Correspondencia, adecuación, son términos que conllevan una comprensión del conocimiento como un modo de relacionarse con la realidad. Y, tal como sabemos por las relaciones interpersonales, no toda forma de relación es igual de correcta. Una relación de poder no es lo mismo que una relación de complicidad. Conocer puede ser, también, un modo de amar: de amar lo existente. El contemporáneo menosprecio hacia la verdad lo es más en cuanto clave vital que no cuanto concepto o posibilidad del conocimiento. Y por ello, si cabe, más grave aún.

Siempre viene bien recordar a Santo Tomás, discípulo de Alberto, en aquello de que más importa alumbrar que deslumbrar. La tecnología es fascinante y, sin duda, nos deslumbran sus posibilidades. Pero conviene incorporar la templanza de las humanidades que redimensionan, enmarcan y orientan estas. Y conviene pertrecharla de la ciencia verdadera, que vertebra sus movimientos y les da fundamentos.

Un exceso de luz, en ciertos casos, comporta dificultad para ver bien. La potencia de la luz ha de ser la adecuada según la ocasión o el objeto. Para todo lo que tenga que ver con el misterio de la vida, ayuda más una luz suave que invita a mirar —y decir— con respeto y atención, con cierta discreción, que no un foco analítico que invade los rincones de la realidad a costa de despojarlos de su trascendencia; la que tiene la sutilidad de una caricia.

La mirada contemplativa es la que acaricia la realidad para que esta se le desvele a ritmo humano. No es una mirada suficiente, pero también es, sin duda, una mirada necesaria.

Natàlia Plá

 

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