Parece habitual dominar a los demás como una forma de poder, incluso se acepta como algo normal. En el deseo se produce un fenómeno que es el de creer que lo deseado ya es una realidad conquistada. Ya de pequeños se observa el afán posesivo de querer lo que tienen los otros, desde un caramelo a una bicicleta; y de mayores se consolida este propósito bajo diferentes formas, que van desde una espontaneidad inocente hasta cometer abusos, incluso criminales.

Es fácil considerar que emocionalmente se pide algo que no es tuyo, pero si se elabora un proceso sofisticado se llega a creer que se tiene derecho a algo que poseen los demás. Se produce la paradoja de confundir un sueño con una realidad. En el fondo, hay un fuerte deseo de sentirse satisfecho ya sea por ambición o por envidia.

El deseo espontáneo, sin el tamiz de la serena reflexión, habitualmente se convierte en una grave locura de consecuencias impensables. Prever y valorar el bien y el mal que puede producir en uno mismo y en la sociedad, requiere grandes dosis de sensatez, o mejor dicho de madurez humana. Podemos pensar en la realidad que lleva a graves consecuencias, como por ejemplo la relación afectivo-sexual, en la que a menudo se produce un deseo de poseer al otro o a la otra, que de manera rápida no posibilita una reflexión sobre el bien que ha de producir el contar con la libertad entre ellos. Muchas personas, sin ser conscientes de sus deseos impulsivos, dominan a otras hasta llegar a desvirtuar la amistad y ahogar la libertad de los demás.

Da escalofríos reconocer en algunas relaciones humanas el creerse que uno tiene derecho a los otros por costumbres tradicionales, por ideologías filosóficas o creencias religiosas y no tomar en cuenta el valor de la dignidad, propio de toda persona que tiene el derecho a existir y por la cual debe ser respetada su libertad.

Cuántas veces se recurre a aspectos como el honor, el prestigio o ciertas conductas llamadas ejemplares a fin de reducir la personalidad del otro y debilitarla. Ningún ser humano puede ser dueño de nadie ni esclavo de nadie, todo lo contrario.

Es fácil encajar el deseo en un rincón del cerebro para tildarlo de: «como se trata de un proceso emocional…» y así justificar unas acciones violentas. Este elemento emocional se puede aplicar como se ha hecho tantas veces, a lo largo de la historia, en muchos líderes capaces de planear acciones bélicas para poseer otros países, terrenos, haciendas, etc. De esta manera pueden dominar con la fuerza del poder y conseguir ser vencedores y así convencerse de que han hecho algo bueno y justo.

El doctor Alfredo Rubio escribió artículos y pronunció conferencias sobre el tema de la fraternidad existencial que considera que las personas, por el mero hecho de existir, somos hermanos en la existencia. Por supuesto, hay la hermandad genética de llevar un mismo apellido, o también sentirse hermano por pertenecer a un grupo espiritual. Pero es necesario dar un paso más por encima de muchas realidades coyunturales que conlleva a tomar conciencia de que todos estamos implicados en confraternizar por el solo hecho de existir. Los seres existentes somos merecedores de la confianza fraterna y del más profundo respeto a la libertad de los demás y de la propia. Ciertamente esta fraternidad alcanza a todos los seres humanos.

A veces, se confunde el sentido de la fraternidad bajo argumentos que utilizan una serie de parámetros sociales que van desde las clases humanas a grupos dirigentes o a grupos de poder y, en otro orden, a asociaciones, castas o familias. La lucha de clases que se desmoronó por el hecho de ser una lucha y no ser un objetivo noble a alcanzar y se confundió la autoridad con el poder en que el débil está en bajas condiciones y cae en desgracia frente al fuerte. Ser verdaderos amigos es más difícil que ser luchadores, pero es más eficaz y duradero porque no hay ambición de dominar al otro.

El lenguaje social de nuestro tiempo pide un replanteamiento ético del concepto de persona como ser existente, de tal manera que en el ser humano, hombre o mujer, por encima de todo hay que reconocer la igualdad en dignidad. Las diferencias biológicas o de razas o las que producen ciertas capacidades físicas o psíquicas o incluso las diferencias de etnias, de países… no tienen que ser obstáculo para que se pueda negar el respeto y afecto a nadie. Todos se merecen el derecho a ser existentes. Si no hay este vínculo humano en el momento de desear «algo» bueno de los demás se caerá en una absurda posesión que limitará el bien.

Así como la civilización ha empezado a pensar de forma profunda desde una dimensión ética en el bien de la conservación de la naturaleza, es hora ya que nuestra civilización haga lo mismo en el respeto a las personas. ¡Hay tantos tipos de violencia…! Por ejemplo, la de género que tanto acucia.

Josep M. Forcada Casanovas

Comparte esta publicación

Deja un comentario